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“Tiburón” cumple medio siglo: el miedo tiene dientes
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Se llamaba Bruce. Durante el rodaje, el director Steven Spielberg bautizó con el nombre de su abogado al problemático escualo de su película. Quizás sea por el diámetro de la mordida del hombre de leyes, tal vez por la inutilidad del animal mecánico que llegaba a sacarlo de quicio. En todo caso, Bruce cumple 50 años. Medio siglo de su estreno estadounidense un 20 de junio, en el verano de 1975. Exhibirse en verano era una sabia estrategia de mercadeo: el miedo debía acompañarte del cine a la playa. Al entrar al agua, en tu cabeza debía sonar la música de John Williams.
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En el Perú, “Tiburón” también llegó a nuestras costas en verano, en plena temporada de playas, cuando La Herradura era el principal iman para los veraneantes limeños. Fue en diciembre de 1975 y fueron varías las semanas que el filme se sostuvo en cartelera, con largas colas e incluso reventa como informaba El Comercio entonces. Estaba reservada para mayores de 14 años, aunque se aceptaba que los menores podían ingresar acompañados de sus padres.
“Ella fue la primera”, decía la línea de su eslogan sobre su icónico cartel: una muchacha nada desnuda en el mar mientras que, ascendiendo en línea vertical a la superficie, la criatura muestra sus terroríficas fauces. A diferencia del afiche, el gran pez no necesitó aparecer en toda la primera parte del filme para generar la angustia y desesperación de los turistas en Amity Island. Solo aparecerá en la segunda mitad, y muy pocas veces de forma completa, mientras tres hombres lo persiguen en alta mar.

Necesitamos un barco más grande
Es una frase de bronce en la historia del cine. La dice el sheriff Martin Brody, interpretado por el actor Roy Scheider la primera vez que aparece la criatura, en un momento inesperado, mientras protesta por tener que lanzar carnada al agua. Es una línea fuera del guion, que tampoco se encuentra en “Jaws”, el best seller de Peter Benchley publicado un año antes. Fue una genial improvisación del actor. Brody le ha visto el morro al pez, salta dentro de cubierta para salvar su brazo y el tiburón expuesto desaparece en un salpicón de agua.
“Necesitamos un barco más grande” es una sugerencia atendible en el contexto de una película basada en las insinuaciones, donde la amenaza siempre está oculta. Una decisión creativa que nació de un accidente: cuando el tiburón mecánico se estropeaba, con una capacidad de adaptación aprendida de la práctica televisiva, Spielberg debió convertir la necesidad en virtud. Sin monstruo disponible, el planteamiento de la película debía escamotearlo, algo que marcará escuela en el género de terror: mostrar la amenaza lo mínimo posible. Sin embargo, no todo el crédito es del entonces joven cineasta. Lo comparte con su editora, Verna Fields, la célebre “Mother Cutter”. En efecto, el director había gastado una fortuna en su escualo de plástico flexible y su primera intención es que cada centavo se vea en el metraje. Sin embargo, tras apreciar el registro, la editora supo que para para crear el suspenso, había que mostrar lo mínimo. Cuando le mostró el copión sin escualos visibles, Spielberg no entendía nada: “¿Qué has hecho?” gritó. Fields, entonces con 57 años y toda una vida dedicada a la industria del cine, le dio una gran lección al joven insolente. “Entiende -le dijo- Si alguien ve ese tiburón mecánico, se dará cuenta que es falso. Ella había cortado lo suficiente para solo mostrar dientes y aletas dorsales. El Óscar por Mejor Edición (junto a Mejor Sonido y Mejor Banda Sonora) le dio la razón.
El “blockbuster” de verano
En sus inicios como crítico de cine, Ricardo Bedoya apuntaba en la desaparecida revista “Mundial”, en los días del estreno de “Tiburón” que Spielberg era, junto con Martín Scorsese, “el más inteligente de los realizadores jóvenes norteamericanos, además de ser el principal heredero de la mejor tradición del cine de su país”. Ya entonces se reconocía en los valores cinematográficos del filme el guiño a los clásicos. La de Spielberg era una película que cambió el cine siendo, paradójicamente, profundamente clásica. Sin embargo, desde su clasicismo formal, planteaba una serie de reformas fundamentales. Era una nueva narrativa que declaraba su amor por las películas de John Ford y Howard Hawks. Súmese a la fórmula las películas de serie B consumidas en su infancia. “Tiburón” era, en el fondo, una actualización de los filmes sobre monstruos marinos, villanos producto de la mutación radiactiva proyectados en los programas de serie doble en los años cincuenta. Algo parecido hará dos años después George Lucas en “La Guerra de las Galaxias”, estrenada en el verano del 77, basada en las viejas seriales de Flash Gordon. En poco tiempo, la crisis del cine de la época, que parecía haber perdido la competencia con la televisión, de repente recuperó terreno y ensoñación con estas nuevas fórmulas y sus nuevos héroes. Era la eclosión de un nuevo Hollywood: es debatible si mejor o peor, pero ciertamente distinto a lo hecho anteriormente.

Tiburón se inspiró también en “Un enemigo del pueblo”, clásico teatral de Henrik Ibsen, donde la amenaza no es un tiburón sino el agua del balneario en descomposición. El hombre que denuncia la situación es silenciado. Así, en el filme es el personaje del sheriff quien intenta cerrar la playa ante la amenaza, pero el alcalde, el estereotipo del político, privilegia la economía del balneario en plena temporada de turistas que la seguridad de sus vidas. Pero quizás la influencia más interesante es la de “Moby Dick”, el clásico de John Huston filmado 20 años antes. Con una visión más oscura y retorcida que Tiburón, la adaptación de la novela de Herman Melville aborda un tema yanqui por antonomasia: el humano enfrentado a las fuerzas naturales. La relación entre ambas películas va más allá de la recreación de criaturas marinas o su capacidad para hundir un barco. Quien vea y compare ambas películas encontrará los mismos planos, como el acto de sujetar amarras o lanzar arpones, que Spielberg calca de su maestro Huston.
Como en un western en el que vaqueros cabalgan por el desierto en busca del enemigo, los tres camaradas: el Capitán Quint, el Sheriff Brody y Matt Hooper, salen a cazar al tiburón a bordo del Orca. Y en los periodos de espera, intercambian historias y muestran sus cicatrices. Los tres hombres podrían representar al país de la época: está el “redneck”, terco y hosco veterano de guerra interpretado por Robert Shaw; el joven académico y liberal que encarna Richard Dreyfuss; y el comisario y atribulado padre de familia, un muy legal Roy Scheider.

¿A qué suena el miedo?
“Tiburón” supuso también el inicio de una relación histórica. A partir de este filme, Spielberg y John Williams harían 28 películas juntos. En aquella primera composición, el músico no solo preparó el leit motiv que asociamos a la amenaza de un escualo surcando las aguas atento al movimiento de las piernas. También compuso acordes asociados al género de la aventura clásica, con claras influencias de Bernard Herman, el compositor fetiche de Hitchcock. Juan Gonzales Hurtado, profesor de filosofía y coordinador del ciclo “La música en el cine” de la Sociedad Filarmónica, advierte que, a veces, la música puede cobrar una identidad tan o más importante que la película misma. En el caso de tiburón, la composición de Williams aumenta gradualmente la intensidad del suspenso. Su música crea la sensación de que algo va a aparecer a la vez que profundiza en la mirada de la bestia.
Quizás ese sea, entre tantos otros méritos nacidos de la audaz reinterpretación de influencias que Spielberg supo procesar, el principal aporte del filme haya sido permitirle al espectador, como no hizo ningún otro cineasta antes, proponer que la profundidad marina, el espacio del tiburón, sea también el espacio del espectador. Nos hace coincidir en el espacio de lo inexplorado, como quien participa de una misión suicida. Mirar bajo del mar, con los ojos del depredador, fue lo más revolucionario que propuso este filme hace medio siglo. Sin duda, algo profundo.