
“La mujer más sensacional que nadie haya visto jamás. O que jamás verá”, proclamó Hemingway, sin ambages, sobre Josephine Baker. Se habían conocido en París a mediados de los años veinte, en Le Jockey, un cabaret de Montparnasse. El escritor la sacó a bailar y le complació saber que era una compatriota suya. Pero su sorpresa fue mayúscula cuando le preguntó por qué vestía un abrigo de piel en una noche cálida de fines de primavera. Ella lo entreabrió un instante y le mostró su cuerpo desnudo. Al advertir el desconcierto de su acompañante, le explicó que se había puesto lo primero que había encontrado y que las chicas no solían llevar mucha ropa en el Folies Bergère. Venía de un ensayo, pues iba a presentar una nueva revista de variedades, protagonizada por ella como “la diosa de ébano”. Luego lo invitó a su casa, donde bebieron unas botellas de champagne que le había enviado un admirador.
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En aquellos “años locos” del París de la primera posguerra irrumpió la modernidad y surgieron las vanguardias que propiciaron un clima de libertad e innovación en el ámbito de las artes. El furor del naciente jazz se trasladó de Estados Unidos a Europa, gracias a los músicos negros que se animaban a cruzar el charco. Una jovencísima y desinhibida Josephine Baker encarnó el espíritu de esa revolución como artista de music-hall. Sus movimientos desenfrenados al son del charlestón, con un abrir y cerrar de piernas que insinuaban una provocación sensual, cautivaron al público. Por supuesto, no faltaron biempensantes que condenaron sus bailes como actos obscenos. Sin embargo, ella nunca se amedrentó. “El trasero existe -replicó a sus detractores-. No veo motivos para avergonzarse de él. Aunque hay traseros tan insignificantes que solo sirven para sentarse”.

En 1925 había debutado en el Teatro de los Campos Elíseos con La Revue Nègre, apenas cubierta por una falda hecha con plumas de avestruz y un collar de perlas que colgaba sobre su torso desnudo. Después fue contratada por el Moulin Rouge, donde interpretó una denominada “danza salvaje”, esta vez con una falda conformada por plátanos de satén, que algunos tomaron como símbolos eróticos. Sus contorsiones electrizantes que se apartaban de todas las convenciones y el toque de humor que añadía con las muecas de su rostro y un deliberado bizqueo acabaron por hechizar a los asistentes. Su éxito fue tan arrollador que la bailarina decidió afincarse en París y abrir su propio local, al que llamó Chez Josephine. Más adelante, también destacaría como actriz y cantante. La misteriosa vedette solía dejar boquiabiertos a los transeúntes cada vez que se paseaba por los bulevares acompañada por Chiquita, un guepardo hembra que lucía un collar tachonado con diamantes y parecía imitar los pasos ondulados de su dueña.
-Retrato de artistas-
Entre los más entusiastas de la “Venus negra”, se contaban notables escritores y artistas. Según la describió Picasso, era “alta, de piel color café, ojos de ébano, piernas paradisiacas y una sonrisa que liquida todas las sonrisas”. Por su parte, Jean Cocteau expresó que “la bondad de Josephine irradia, blanca, a su alrededor; tan visible como el plumaje multicolor que la adorna y que parece pertenecer a su fabuloso cuerpo animal. Una pantera, un ave lira y la gracia de un ángel…”. Alexander Calder hizo un retrato suyo con alambre y Adolf Loos, de puro entusiasta, se aventuró a diseñarle una casa muy original sin mediar encargo alguno. Le Corbusier fue más allá y se hizo su amante. También sucedió lo mismo con Colette, que la definió como “una pantera bellísima”. Y, por cierto, con el pipiléptico Georges Simenon (quien, en una charla con Fellini, alardearía que se había acostado con diez mil mujeres), que ofició como su secretario, mantuvo una liaison durante dos años.
"Según la describió Picasso, era 'alta, de piel color café, ojos de ébano, piernas paradisiacas y una sonrisa que liquida todas las sonrisas'".
Con todo, la vida de Josephine Baker no había sido nada idílica. Nacida en Saint Louis, en 1906, había sido abandonada por su padre. Su madre era lavandera y la familia subsistía a duras penas. Desde pequeña, Josephine tuvo que trabajar como empleada doméstica para familias blancas, las cuales le prohibían besar a los niños por ser de raza negra. Dejó la escuela a los doce años y consiguió un puesto de camarera. A los trece se casó, pero el matrimonio fracasó al poco tiempo. Dos años después reincidió, uniéndose a un guitarrista de blues. Encantada con el mundo del vodevil, se entregó de lleno a la danza, una de las pasiones de su infancia. En 1921 se separó de su segundo marido y enrumbó a Nueva York, con el sueño de bailar en Broadway. Si bien lo logró, fue encasillada como corista hasta que surgió la oportunidad de participar en una comedia musical. Al verla, un empresario vislumbró sus grandes dotes y la convenció para que viajara a París, donde quería montar un espectáculo. El resto es historia.
Pese a los oropeles de la fama, Josephine Baker no fue una mujer frívola. Al estallar la Segunda Guerra Mundial se integró a la Resistencia y cumplió labores de espionaje para los aliados. Aprovechaba sus giras para llevar mensajes ocultos a sus enlaces de inteligencia en el extranjero. Por esta arriesgada misión De Gaulle la condecoró con la Legión de Honor y la Cruz de Guerra. Asimismo, combatió el racismo imperante en Estados Unidos, donde su talento nunca había sido reconocido. En 1963 abrazó la lucha por los derechos civiles y, al lado de Martin Luther King, dirigió un mensaje a los multitudinarios participantes de la Marcha sobre Washington. En su afán por dar el ejemplo y acabar con las diferencias raciales, adoptó a doce niños de diversas etnias, a los que cuidó hasta su muerte.
Josephine Baker falleció en 1975, a los 68 años, tres días después de haber actuado en un teatro de París ante un público siempre fervoroso. El 30 de noviembre de 2021, se convirtió en la primera afrodescendiente en ser admitida en el Panteón de Francia, que guarda los restos de los personajes históricos más venerados de la nación.