Redescubriendo a Elena Izcue
Redescubriendo a Elena Izcue
Jorge Paredes Laos

París, 1927. Es verano y los museos, atelieres y escuelas de arte se encuentran cerrados. La vida parece haberse mudado al campo. Dos hermanas peruanas acaban de llegar a la capital del arte y la moda gracias a una beca del gobierno de Augusto B. Leguía, pero al no poder inscribirse en ningún taller, deciden viajar. Enrumban a Portugal, donde admiran la arquitectura de los palacios, los azulejos que resplandecen en medio del clima cálido y luminoso. En la antigua ciudad universitaria de Coimbra, visitan la biblioteca y quedan fascinadas con la decoración de sus salas, que a pesar de los siglos transcurridos mantienen un aire de sofisticada frescura. 
     En esas primeras semanas en Europa, Elena y Victoria Izcue trazan su propio camino. Elena es la creadora, la artista, la maestra de escuela que ha partido del Perú con el objetivo de transformar los motivos precolombinos en patrones de diseño contemporáneo. Victoria es la artesana, la que borda, teje y cose, y complementa el trabajo de su hermana. Ya instaladas en París, ambas verán, deslumbradas, la multiplicación de las tendencias y escuelas que ofrece la capital francesa desde inicios del siglo XX, en que el arte occidental comienza a nutrirse de lo “exótico”. Esas expresiones lejanas que bien pueden provenir del trópico, del Oriente o del Pacífico. Un tiempo en que aparecen las vanguardias, el art decó; cuando se exhiben los grabados de Gauguin, Tagore muestra la magia de la India y Picasso experimenta con el arte africano. 
      “Estaba tan desconcertada que no sabía por dónde comenzar, todo me gustaba, en todo encontraba algo bueno, pero pronto tenía que dejarlo porque no era lo que buscaba […] Y pensaba: ¿cómo aprendiera a hacer esos trabajos para darles el soplo nuevo del arte incaico?”, le comentará Elena Izcue a su amigo Óscar Miró Quesada de la Guerra, Racso, en una entrevista publicada en este diario el 13 de mayo de 1928. 
     Y Elena no solo aprendió las técnicas modernas —la litografía, el linóleo, el tallado, el grabado en madera, el diseño de interiores, las artes gráficas—, sino que también trabajó como obrera para poder dominar el arte textil y así abrirse paso en un medio estimulante pero difícil, a pesar de las recomendaciones que llevaba desde Lima y las amistades de intelectuales peruanos en París, como el artista y diseñador Reynaldo 
Luza y el poeta Felipe Cossío del Pomar. 
     Durante los casi 12 años que permanecieron en Europa, Elena y Victoria pasaron por distintos talleres en un constante proceso de aprendizaje que solo se detuvo ante la sombra de la guerra, cuando las hermanas se vieron obligadas a volver al Perú, en setiembre de 1938. 
     Elena asistió, por ejemplo, durante dos años al taller de Fernand Léger, uno de los maestros del arte moderno, mientras que Victoria llevó los cursos de la escuela femenina fundada por el Comité de Damas de la Unión Central de Artes Decorativas, donde se especializó en la encuadernación y la producción de papeles de lujo. Una labor intensa que ambas compartieron con la creación. Antes del primer año en París, en los primeros meses de 1928, Elena ya había conseguido diseñar por cuenta propia lozas y pañuelos con figuras precolombinas que circulaban entre esa sociedad parisina ilusionada con el art decó. Uno de esos trabajos llegó a manos de Jean 
Charles Worth, diseñador principal de la Casa Worth, un centro parisino de la moda que por entonces se iniciaba en la producción de finos perfumes. 
     Bajo el lema “Art Péruvien-Mademoiselle Izcue”, esta casa se convertirá durante una década en la gran vitrina de los trabajos de Elena en Europa. Pañuelos, cinturones, cortes de tela y accesorios que hechos artesanalmente se impusieron en los mercados de la moda como piezas únicas, estilizadas y exquisitas. Entre su clientela se hallaban la filántropa Anne Morgan y la escultora 
Malvina Hoffman, quienes invitaron a las hermanas Izcue a Nueva York y patrocinaron en 1935 una gran muestra con sus trabajos. La exhibición fue un éxito e incluyó piezas de cerámica enviadas desde Lima por Rafael Larco Herrera y otros coleccionistas particulares. De esta manera, Elena consiguió una notable repercusión y logró poner en valor esas figuras geométricas y milenarias de los nascas, paracas, chimús e incas, desde un punto de vista estético, en el cosmopolita arte utilitario de entreguerras. 
 
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Lima, hacia 1889. La ciudad se recupera lentamente luego de la hecatombe sufrida por la guerra con Chile. En el horizonte cultural surgen movimientos y discursos nacionalistas que por primera vez, desde los inicios de la República, se atreven a mirar el Perú e interrogarse sobre el pasado. La arqueología se convertirá pronto en la disciplina de moda con los hallazgos de Max Uhle en Nasca, y posteriormente con los estudios de Julio C. Tello en Paracas. 
     En ese ambiente nacen dos hermanas mellizas, hijas naturales del diplomático limeño José Rafael de Izcue y la señorita María Antolina Cobián. Un origen ilegítimo a ojos de la sociedad limeña de entonces que pesará para siempre en la vida de las dos niñas. La temprana muerte del padre no las priva, sin embargo, de una educación esmerada, gracias al apoyo de algunas familias amigas, como los Luza y Olavegoya. Pero Elena y Victoria no gozarán jamás del prestigio de su apellido y tienen que trabade cumplir los 20 años ya se ganaban la vida como maestras de escuela. En 1910 Elena es nombrada profesora de dibujo de los Centros Escolares y Escuelas Elementales de Lima y del Centro Escolar del Callao. Gracias a este puesto, conoce al pintor y crítico Teófilo Castillo, quien elabora un plan para orientar la educación en esta materia hacia la observación de la naturaleza y su entorno. Elena acompañará a Castillo en sus talleres en la Quinta Heeren, uno de los lugares más exclusivos de la ciudad, donde se pinta al aire libre, entre patios solariegos y huertas. Todo esto la llevará a desarrollar un proyecto que tal vez sin saberlo definiría su vida: la creación de patrones basados en la gráfica precolombina y su adecuación a las manualidades escolares. 
     En 1919, ella integra la primera promoción de la recién creada Escuela Nacional de Bellas Artes, dirigida por Daniel Hernández y desarrollada bajo la influencia de jóvenes profesores que se esforzaban por definir un arte nacional, como José Sabogal y Manuel Piqueras Cotolí. El trabajo de Elena no se orientó tanto al indigenismo propugnado por Sabogal sino que se decantó más por el arte ‘neoperuano’ de Piqueras Cotolí. Una de sus obras de ese momento, “La tejedora” (1923), sería adquirida por el propio presidente Leguía, quien apreciaba la labor de la escuela porque representaba en términos generales los propósitos culturales del régimen de la Patria Nueva. 
     Dos personajes serán claves en el desarrollo artístico de Elena Izcue: el filántropo  y coleccionista de piezas precolombinas Rafael Larco Herrera, quien la convirtió en colaboradora de su proyecto educativo y social en su hacienda norteña de Chiclín —después, en 1926, patrocinaría la publicación en París de su maravilloso libro El arte peruano en la escuela—; y el investigador norteamericano Philip Ainsworth Means, quien dirigía la sección arqueológica del Museo Nacional, ubicado en el Parque de la Exposición. Fue este último quien permitió a Elena estudiar y copiar en acuarelas los diseños de las extensas colecciones de huacos y piezas precolombinas del museo. Se dice que ella pintó más de mil acuarelas en un trabajo fabuloso y lleno de descubrimientos. Elena y Victoria produjeron luego bordados, cojines, utensilios y lámparas con motivos precolombinos que llevaron al museo a crear un Salón Incaico que recibió elogiosos artículos en la prensa limeña de la época. Las hermanas Izcue pasarían a trabajar al nuevo museo Víctor Larco Herrera, pero en el Perú las artes decorativas eran vistas todavía como algo menor frente a la pintura y la escultura. El futuro estaba entonces en Europa, en el admirado y soñado París. 
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Lima, 2015. En el mismo lugar donde hace casi cien años Elena Izcue copiaba y dibujaba los patrones de huacos y piezas precolombinas, la historiadora del arte y directora del MALI, Natalia Majluf, muestra con ilusión la nueva sala dedicada a esta pionera y a otros artistas, inexplicablemente relegados, que a inicios del siglo XX intentaron forjar un novedoso arte peruano. 
     La sala ha sido titulada acertadamente Modelos para un Arte Nacional. En ella se exhibirán algunos trabajos de Manuel Piqueras Cotolí, el arquitecto que en los tiempos del indigenismo trató de desarrollar una corriente ‘neoperuana’ como conjunción feliz de los legados prehispánico y colonial; las figuras de Antonino Espinosa Saldaña, otro pionero de las artes decorativas de los años veinte y treinta del siglo pasado; los grabados de los maestros José Sabogal y Camilo Blas; y, por supuesto, los diseños de Elena, algunas de sus obras para la Casa Worth y sus coloridos y evocativos patrones tomados del arte precolombino. 
     “Me parece importante comprender que esta incorporación de Elena Izcue al recorrido de las salas permanentes del museo responde al esfuerzo que venimos haciendo para crear una visión cada vez más amplia, compleja y diversa del arte producido en el Perú, desde el período precolombino hasta la actualidad”, comenta Majluf. 
     En otro punto de la ciudad, en San Isidro, la cineasta Nora de Izcue recuerda con nostalgia la única vez que vio a Elena y Victoria Izcue: “Debe haber sido por los años cincuenta”, dice. “Ellas eran sumamente finas y amables, aunque quizá no se soltaron mucho, pues en esa época todavía pesaba que eran hijas nacidas fuera del matrimonio, lo cual me da mucha pena porque me hubiera gustado tratarlas más”.  
     Nora de Izcue descubrió recién el valor de sus tías abuelas muchos años después, cuando ambas ya habían fallecido. Gracias a su prima Elba de Izcue Jordán, accedió a los cajones de archivos, donde se conservaban no solo dibujos, pinturas y diseños, sino las cartas y los diarios de Elena. Como un rompecabezas se fue armando una obra excepcional hasta entonces olvidada. 
     En 1998 Nora realizó el documental "La armonía silenciosa", un trabajo evocativo y sensible que narra la vida de sus tías abuelas. A partir de este mismo material, un año después, con la colaboración del Museo de Arte y la Fundación Telefónica y bajo la curaduría de Natalia Majluf y Luis Eduardo Wuffarden, se organizó una gran exposición y se publicó un catálogo que ponía en el sitial que se merece el legado de estas difusoras de nuestro arte ancestral. 
     Sin embargo, aún queda una pregunta: ¿por qué el aporte de ambas hermanas se fue extinguiendo tras su retorno a Lima, el 23 de agosto de 1939, después de haber ganado elogios en París y Nueva York? De esta última etapa se conocen solo sus trabajos con los artesanos de Lambayeque en los años cuarenta —proyecto apoyado por el gobierno de Manuel Prado— y algunas obras menores, hechas por encargo para amigos y conocidos. Según Majluf, a su regreso ellas ya no tuvieron espacio. El arte iba por un lado distinto al diseño y la decoración, y eso hizo invisible su contribución. 
     “En Lima estuvieron muy encerradas en un grupo pequeño de gente que las quería y protegía. Yo creo que pesó siempre el hecho de su origen”, confiesa Nora de Izcue. Tal vez por lo mismo prefirieron no usar el “de” de su apellido paterno. Nunca se casaron y jamás se separaron. Las dos hermanas fallecieron con una diferencia de seis años. Elena murió el 25 de setiembre de 1970 y Victoria el 20 de agosto de 1976. “Elena era muy sensible. En esas líneas, texturas y diseños precolombinos, ella buscaba su propia identidad”, dice Nora. Una identidad que al parecer se esforzó por redefinir durante toda su vida.

Vea en exclusiva  "La armonía silenciosa" de Nora de Izcue e imágenes de obras de la artista

 

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