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Scott era una fiesta: a 120 años del nacimiento de S.Fitzgerald - 2
Jorge Paredes Laos

Vivió como si estuviera en una montaña rusa. En un momento estuvo en la cúspide, derrochó dinero, vivió en lujosos hoteles de Nueva York, organizó fiestas interminables bajo los conjuros del jazz, entre litros de ginebra y whisky, y realizó extravagantes viajes por la Riviera Francesa o la isla de Capri; y en otros instantes, estuvo al borde del abismo, solo y encerrado en un desván, escribiendo con desesperación historias que publicaba en revistas para sobrevivir, en una época en que todo parecía desplomarse. Así es, así fue Francis Scott Fitzgerald, el autor que como ningún otro encarnó mejor el fulgor y la sombra de un tiempo en que Estados Unidos pasó de la opulencia a la crisis —las décadas de 1920 y 1930—; el escritor que tras algunas novelas extraordinarias —por ejemplo, “El gran Gatsby”—, se convirtió en el símbolo y el epitafio de lo que Gertrude Stein llamó la “generación perdida”. Era como si terminada la juerga no hubiera nada más: solo restos regados por el piso, solo desencanto y desilusión.

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“Scott era ya entonces un hombre pero parecía un muchacho, y su cara de muchacho no se sabía si iba para guapa o se quedaba en graciosa. Tenía un pelo ondulado muy rubio, frente muy alta, ojos exaltados y cordiales y una delicada boca irlandesa de larga línea de labios, que en una muchacha hubiera representado la boca de una gran belleza”. Así lo describió su amigo, el legendario Ernest Hemingway, cuando lo conoció en el bar Dingo de la rué Delambre. Aunque no lo pareciera, ese chico rubio no había nacido en cuna de oro, sino en una ciudad del Medio Oeste norteamericano, el 24 de setiembre de 1896. Descendía de una familia irlandesa que hizo fortuna en el negocio de alimentos y se instaló en un barrio acomodado de Saint Paul, en Minnesota, un lugar rodeado de mansiones, como las que Fitzgerald recrearía más tarde en el ficticio pueblo de West Egg, en “El gran Gatsby”, y donde era natural codearse con gente rica. Esa fue su fortuna y también su desgracia. De chico asistió a colegios para niños bien y fue a los bailes de una clase social por la que siempre sintió fascinación. Por eso no dudó en mudarse a los alrededores de Nueva York y matricularse en la prestigiosa universidad de Princeton. Gracias a su talento para la escritura, comenzó a ganar sus primeros dólares como publicista y como autor de relatos para revistas. Después vinieron los guiones para el cine y la fama.

Su primera novela, “A este lado del paraíso”, publicada en abril de 1920, se convirtió rápidamente en un éxito de ventas al recrear el aprendizaje de un joven mimado y ególatra, de pelo castaño y ojos muy bonitos —¿un primer alter ego?— que busca su lugar en el mundo. Los repetidos tirajes de la novela convirtieron a su autor en una celebridad. Nada volvió a ser igual para este muchacho de 23 años que, como él mismo lo contó en cartas y relatos, se convirtió en “nuevo rico” de la noche a la mañana. Entonces, fue casi normal que quisiera vivir en medio del esplendor e hizo todo lo posible para que así fuera.

Scott Fitzgerald en un retrato de estudio en 1925. Fue el año en que apareció

Antes de aquello, sin embargo, hubo dos hechos que fueron determinantes en su vida. El primero tuvo que ver con la frustración que le produjo no poder combatir en la Primera Guerra Mundial, a pesar de haberse alistado durante dieciocho meses, pues cuando llegó al frente los alemanes ya se habían rendido. Como cita la escritora mexicana Beatriz Espejo en un ensayo sobre la vida del escritor, esto lo marcó tanto que en una carta llegó a expresar lo siguiente: “Desde entonces siempre sufrí neurosis de no combatiente, bajo la forma de feroces pesadillas”. El segundo acontecimiento fue la fascinación que sintió por una muchacha sureña, a quien había conocido en un baile, y que se empeñó en conquistar pese a la negativa de la familia de la joven. Se llamaba Zelda Sayre. Era la hija de un juez de Alabama, y había sido formada en una educación liberal extraña para las chicas adineradas de la época y la zona de origen. También quería ser escritora.

Con ella, Fitzgerald conoció el amor, el placer desenfrenado y también el ocaso y la tragedia. En una carta que escribió muchos años después a una amiga, le contó que se había enamorado de Zelda por su valentía y sinceridad. “Aunque por supuesto —apuntó— la verdadera razón, Isabelle, es que la amo y ese es el principio y el fin de todo. Tú sigues siendo católica; pero Zelda es el único Dios que me queda”.

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Zelda y Scott se casaron en Nueva York, en la primavera de 1920. “Acababa de recibir un cheque importante del cine y me sentía un tanto condescendiente con los millonarios que recorrían la Quinta Avenida en sus limusinas: y es que a mis ingresos les había dado por duplicarse todos los meses. […] Desde luego, tal y como estaban las cosas ahorrar parecía una pérdida de tempo”, escribió Fitzgerald en un sabroso relato publicado en “The Saturday Evening Post”, en 1924, en el que recordaba la época en que se casó con Zelda y cuando llegó a gastar, sin saber cómo, 36.000 dólares al año. Una fortuna en el Nueva York de los dorados años veinte. Se mudaron al hotel más caro de la Gran Manzana y empezaron una agitada relación que los llevó a rentar luego una mansión en un acomodado barrio del este, ubicado a 15 millas de la ciudad. Ahí contrataron a una niñera —ya había nacido Scottie, la única hija que tuvo la pareja—, un mayordomo, una cocinera y una lavandera.

Pero este ritmo de vida estaba a punto de terminar sencillamente porque los ingresos no cubrían los gastos de la pareja, a pesar de los adelantos que Scott ya empezaba a pedir a sus editores por libros que ni siquiera había comenzado. En medio de todo, empezaron a ofrecer apoteósicas fiestas los fines de semana, y amigos y conocidos se refugiaban en la casa de campo de los Fitzgerald para huir del sofocante verano neoyorquino.

En vista de que las cuentas no cuadraban, decidieron partir a Europa convencidos de que la vida en Francia era mucho más barata que en Nueva York. Además, él necesitaba algo de paz y tranquilidad para seguir escribiendo. Así llegaron a ese mar increíblemente azul de la Riviera Francesa, que en palabras del escritor era “la región más barata y más hermosa del mundo”. Se quedaron a vivir una temporada entre Francia e Italia; frecuentaron a la élite intelectual; hicieron amistad con Gertrude Stein, Ezra Pound, James Joyce y Picasso; apadrinaron al joven Hemingway para que pudiera publicar “Fiesta”; y se puede decir que fueron felices, pese a los repetidos problemas de la vida en pareja y de la infidelidad de Zelda con un aviador francés. Dos novelas han registrado aquellos días soleados y frenéticos: Fitzgerald publicó “Suave es la noche” en 1934; y Zelda, “Resérvame el vals” en 1932, cuando ya estaba internada en un sanatorio tras una de sus crisis de locura.

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Uno de los muchos admiradores de Scott Fiztgerald es el escritor peruano Guillermo Niño de Guzmán. En un ensayo recogido en su libro “Relámpagos sobre el agua” (1999), se cuestiona intrigado cómo hizo para escribir en medio del constante torbellino que fue su vida. “Uno no puede evitar preguntarse cómo logró combinar el oficio de escritor con tantas noches en blanco, alcohol y frivolidad. Y, sobre todo, cómo se las ingenió para pergeñar, en medio de semejante vorágine, una novela como ‘El gran Gatsby’”, escribe. Lo cierto es que esta novela fue hecha a trompicones en ese viaje europeo en el que Fitzgerald escribía y reescribía su historia entre la resaca de las fiestas, hasta terminarla en octubre de 1924. A pesar de que hoy es una de sus novelas más reimpresas y una de las más alabadas por sus críticos y seguidores, la verdad es que la historia de Jay Gatsby, el hombre que construyó un palacio para ilusionar a la mujer que amaba, no tuvo en su momento el éxito esperado. Eso comenzó a derrumbar económica y moralmente al autor. Además, su amada Zelda —con sus crisis mentales— empezaba ya a ser una carga para él.

Inexorablemente la fiesta iba llegando a su fin. Los nubarrones de la guerra se percibían ya en Europa cuando el escritor se refugió en Hollywood, casi sin dinero y acabado por sus excesos con el alcohol, para sobrevivir imaginando guiones de películas que jamás se llegaron a filmar. Pero no se rindió. La tarde de diciembre de 1940 en que cayó fulminado por un ataque al corazón, dejó entre sus papeles una novela bastante avanzada —“El amor del último magnate” — que fue publicada de manera póstuma, y que según la crítica pudo haber sido su obra maestra.

Días antes le había escrito estas líneas a su hija Scottie: “Tienes dos hermosos malos ejemplos por padres. Haz todo lo que no hemos hecho nosotros y estarás siempre a salvo”.

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