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El torero Fortuna: las cornadas de la locura - 2
Sergio Llerena

En el cuartel Santa Judith del cementerio Presbítero Maestro, entre nichos abandonados y tumbas donde mueren siempre un poco más los enterrados a causa del olvido, hay un pequeño sepulcro en cuya lápida se lee: “La afición taurina al matador de toros Diego Mazquiarán ‘Fortuna’, 29 abril 1940”. A juzgar por el descuido y la ausencia total de alguna flor u otro detalle para los usos del recuerdo, este sería un muerto más entre los miles que llenan el panteón más antiguo de Lima. Sin embargo, la historia del hombre detrás de la lápida es enigmática, dividida entre la pobreza, la gloria y la muerte final preso en los laberintos de su mente.

Nacido en 1895 en el pueblo de Sestao, en el País Vasco, Diego Mazquiarán fue hijo de unos labradores que gozaban de una vida cómoda en las cercanías de la ciudad de Bilbao. Sin embargo, Mazquiarán empezaría a mostrar desde jovencito una vocación inédita en su familia por la tauromaquia. Siendo un adolescente respondón, un día decidió largarse de la casa de los padres y emprender rumbo hacia Sevilla, misteriosa tierra de toros y toreros, y donde el joven consiguió un trabajo repartiendo el pan que salía de una tahona del barrio.

Como un aviso del apodo por el cual sería conocido luego, el muchacho tuvo la suerte de que en la calle donde quedaba aquella tahona vivían Los Gallos, legendaria familia de toreros gitanos y de la cual saldría José Gómez Ortega “Joselito”, contemporáneo de Mazquiarán y considerado, junto a Juan Belmonte, uno de los fundadores del toreo moderno, aquel que se practica en la actualidad. De Los Gallos, Fortuna recibiría ayuda tanto económica como fraterna para acercarlo a las técnicas y misterios de las artes de la tauromaquia.

—Un muchacho aventurero—

Pero lo cierto es que Mazquiarán era un gamberro, y según se refiere en libros el chico mandó lejos el trabajo y el apoyo de Los Gallos para enrumbar por los pueblos de la España rural como maletilla. Los maletillas son figuras ya casi extintas en el mundo taurino, jóvenes aspirantes que, a falta de recursos para educarse y entrenarse con reses bravas, se metían a las ganaderías para echar unos capotazos a los toros, preferentemente de noche o madrugada, antes de ser corridos malamente por los ganaderos. Mazquiarán era un maletilla.

En sus correrías como tal fue que atravesó por un suceso trágico que le hizo ganar el mote de Fortuna. Se cuenta que, gorreando trenes por Valladolid junto a un colega, una locomotora embistió al amigo de Fortuna, despedazándolo, mientras que él quedó con algunas heridas que le valieron una estancia prolongada en el hospital vallisoletano, pero que finalmente no lo mataron. Conocida la tragedia, la gente del mundo del toro empezó a llamarlo Fortuna, considerando su buena suerte para salir con bien de tamaño accidente.

Pero a Fortuna la vida no le era fácil. En los primeros años de su juventud el futuro torero empezó a experimentar trastornos mentales que los libros no saben especificar. En un texto extraído de la hemeroteca de la Biblioteca Nacional de España, se menciona que
Mazquiarán sufría de “ataques de nerviosismo”, lo que solía fastidiarle su desempeño como torero, así como su desenvolvimiento en las relaciones sociales. Asimismo se habla de que tenía frecuentes accesos de violencia que le valieron más de un lío en la vía pública, todo a causa de una enfermedad que, siendo joven, todavía le permitía, con sus contingencias, funcionar de manera regular en el mundo real.

Según consta en el tratado “Los toros” de José María Cossío —la obra más importante y monumental escrita sobre la tauromaquia, editada en la década del cuarenta—, luego de mucho batallar Mazquiarán logró torear por primera vez en público el 22 de setiembre de 1912 en la plaza de Indauchu, en Bilbao. Lo hizo aún como novillero y se anota que tuvo un desempeño feliz que le valió la atención de los aficionados y varias presentaciones posteriores en distintas plazas de España, compartiendo cartel con otras figuras que se abrían paso prometedor en el mundo del toro.

—Años en la cumbre—

Así, Fortuna logró finalmente tomar la alternativa (que en el argot taurino equivale a graduarse de matador de toros) el 17 de setiembre de 1916, a los 21 años. Lo hizo en la plaza de Madrid y teniendo como padrino a Rafael Gómez “Gallo”, hermano mayor de Joselito. Desde entonces, la carrera de Mazquiarán fue en espectacular ascenso, los contratos empezaron a llover porque, se dice, era un torero de arte fino y un experto en la técnica del volapié, que es como se conoce a la manera más común y actual de dar muerte a los astados. Fortuna se cuadraba con la muleta en la siniestra y el estoque en la diestra, y era acertado para dar muerte buena (rápida y efectiva) a los toros; saliendo del embroque con pasos pausados y elegancia.

Luego de haber toreado 51 corridas en el año 1917, una cantidad bastante auspiciosa, Fortuna viajó precedido por una fama estupenda hacia Lima. Aquí se presentó con éxito en la plaza de Acho, y consiguió el cariño de la afición capitalina. Lo que sucedió con Fortuna luego fue una historia de continuo ascenso, pero jaloneada por sus desvaríos mentales. En 1919 logró participar en 36 corridas en España, pero tuvo que cancelar otras 20 a razón de las crisis que le producían sus males psíquicos.

—Un toro en la avenida—

La familia de Fortuna, donde hubo un sobrino que fue también torero motivado por el éxito del tío, tuvo que vérselas con los apuros a los que los metía el enfermo. Los ingresos a sanatorios mentales comenzaron a hacerse cada vez más frecuentes y en las plazas, durante la lidia, era común que el torero tuviera ataques que le impedían concluir sus faenas, por lo que sus astados eran devueltos vivos a los corrales, lo que en la fiesta brava es considerado como una falta de respeto al toro, a la afición y, sobre todo, una deshonra para el torero al faltar a su oficio de matador.

Si se habla del prestigio de Fortuna, pues este no es asunto ligero. El hombre fue parte del cartel que toreó nada menos que en la corrida inaugural de la plaza de toros de Las Ventas de Madrid, el 17 de junio de 1931, el coso más importante del mundo. Sin embargo, en las memorias taurinas Mazquiarán siempre será recordado por una anécdota en especial sabrosa: el 23 de enero de 1928, una vacada de ganado bravo estaba siendo conducida hacia el matadero de Madrid. Ahí alcanzaría Fortuna su gran fama.

Aquel día, uno de los toros se separó del resto e ingresó al casco urbano de la ciudad, en particular a la Gran Vía, una de las avenidas principales de Madrid, y empezó a desatar el pánico entre los transeúntes y herir a varios a su paso. Imposible de ser controlado, la gente tuvo la suerte de que Fortuna, quien vivía cerca, pasase por allí vistiendo un gabán. Lo que hizo el torero fue sacarse el abrigo y empezar a torear a la bestia, con tal arte que a su alrededor empezó a formarse un corro que comenzó a vitorear olés cada vez que el torero ejecutaba un lance con su ‘capote’. Luego de varios minutos toreando, Mazquiarán pidió que le trajesen un estoque de su casa y, cuando este le fue entregado, el matador asestó media estocada y finalmente descabelló al toro entre el pedido unánime de la entrega de las orejas como premio a su acto de heroísmo.


En enero de 1928 un toro bravo se escapó y embistió a la gente en la Gran Vía, en Madrid. Fortuna, que vivía cerca, capeó al animal y le dio muerte. (Foto: Archivo Sergio Llerena)
 

En enero de 1928 un toro bravo se escapó y embistió a la gente en la Gran Vía, en Madrid. Fortuna, que vivía cerca, capeó al animal y le dio muerte. (Foto: Archivo Sergio Llerena)

—Enajenado y muerto—

Por su insólita gesta contra el toro de la Gran Vía, Fortuna fue condecorado con la Cruz de la Beneficencia, pero lamentablemente su trastorno seguía una carrera galopante sin que el torero ni su familia pudiesen hacer nada para detener la degradación de su mente. Luego de pasar algunas temporadas sin ningún contrato, Diego Mazquiarán decidió venir a Lima por segunda vez en 1936 y logró torear en la plaza de Acho, aunque sin mayor suerte.

Mientras estaba en la capital, en España estalló la Guerra Civil y Fortuna decidió no regresar a su país. Prefirió quedarse en una ciudad extraña en donde no tenía familia ni grandes amigos. Estaba solo, con la enfermedad que lo continuaba enajenando. Por voluntad propia, Mazquiarán se internaba en el hospital Larco Herrera cada vez que lo castigaban sus crisis, hasta que en 1940 le sobrevino la muerte en completa pobreza y abandono, y con sus facultades mentales totalmente mermadas.

En el Registro diario de inhumaciones perpetuas y traslados de cadáveres del Presbítero Maestro, que se conserva en el archivo de la Beneficencia Pública de Lima, se anota que Fortuna fue enterrado a los dos días de fallecido. La Municipalidad del Rímac (ligada a Acho y la fiesta taurina) pagó los 125 soles de la época que costó su nicho y los 25 soles por una lápida donde se observa el perfil de un Cristo yaciente, en completa paz y contrario al infierno que se avivó en la cabeza de Mazquiarán por años hasta volverlo una triste víctima de los abismos de la locura.

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