Vidiadhar Surajprasad Naipaul
Vidiadhar Surajprasad Naipaul
Jeremías Gamboa

Observada a partir de la clausura que supone la reciente partida de su autor, es posible entender la obra monumental de V. S. Naipaul como el resultado de la combustión de dos fuerzas opuestas y a la vez complementarias.

La primera es de polo negativo y consiste en la lucha desesperada por conjurar un terror atávico a la desaparición como forma extrema de exclusión o segregación. La otra, de polo positivo, es la necesidad de emprender un viaje de conocimiento que se hace en pos de una raíz —una casa, una semilla— con el objeto de alcanzar un lugar en el mundo.

El origen de la vocación y su meta están ligados de manera indisoluble al lugar de nacimiento del escritor y a su particular circunstancia: Naipaul vino al mundo en la comunidad campesina de Chaguanas, en la isla de Trinidad, colonia británica ubicada a unos kilómetros de las costas de Venezuela, en el Caribe, un sitio en el que los propios Naipaul eran foráneos: sus orígenes se remontaban a la localidad de Utter Pradesh, en la India, de donde sus antepasados migraron para emprender la vida de simples campesinos.

A través de sus más de treinta libros —novelas de ficción pura, ensayo y ficción autobiográficas, ensayos literarios, libros de viaje y crónicas periodísticas—, el autor nacido en 1932 intentó aplacar una ansiedad primordial construyendo un mundo narrativo que por su vastedad solo puede compararse al que nos legó el recientemente fallecido Philip Roth o al que sigue construyendo Mario Vargas Llosa. Las diferencias, sin embargo, son primordiales. Si en el novelista arequipeño la amplificación narrativa se explica por la voluntad de la ocupación y la conquista, y en el genio de Newark por la expansión del deseo, en el trinitario resulta un ejercicio de retorno al pasado y al origen, un viaje a aquella “zona de oscuridad” en la que anidan los antepasados. Una épica del retorno.

En “Prólogo a una autobiografía”, un texto escrito en 1982, Naipaul nos ha obsequiado la recreación del momento exacto en que se inició ese viaje de la imaginación. La escena inicial es poderosa porque explica completamente el método y el fondo de su empresa. El joven Vidia, como lo llamaban, había estudiado Literatura en la prestigiosa Universidad de Oxford gracias a una beca, y malvivía en Londres trabajando para el servicio de noticias del Caribe de la BBC. Había intentado algunos relatos ubicados en Inglaterra pero todos habían fracasado y por ello sentía en peligro su futuro de escritor. Una tarde, sin embargo, en una de las oficinas del edificio de la radio, escribió una frase con una imagen específica en mente: la de un personaje de origen indio que vivió en la calle de su infancia y al que llamaban Bogart, un hombre que constantemente dejaba la isla en que residían para buscarse la vida. Lo que ocurrió entonces fue el nacimiento de una de las más poderosas voces literarias de la segunda mitad del siglo XX. “Esa tarde me acompañó la suerte”, ha escrito Naipaul. “Me acompañó la suerte porque la primera frase era tan directa, tan despejada, tan sin complicaciones que desencadenaba la siguiente frase”.

La máquina de la escritura se había desatado. Y si bien la primera frase era un recuerdo; la segunda que escribio fue era una invención. “Las dos juntas, para mí, el escritor, habían hecho algo extraordinario”, escribe. “Aunque prescindían de todo —el escenario, la época histórica, las complejidades sociales y raciales de los personajes— también lo sugerían todo; creaban el mundo de la calle. Y juntas, como frases, palabras, marcaban un ritmo, una rapidez que dictaban lo que vendría a continuación”.

El viaje había empezado. Y el gesto fundacional había planteado del saque uno de los grandes hallazgos del universo de Naipaul: la transparencia casi clásica de sus formas al servicio de un énfasis en los procesos de selección de aquello que se cuenta y, con ello, de las formas de mirar y percibir el mundo. “Para ser escritor, algo tan noble, yo creía necesario marcharme —escribió, aludiendo a su viaje a Inglaterra—. Para escribir de verdad era necesario volver. Así empecé a conocerme a mí mismo”. Todo encajaba. Desde que pusiera la mirada en Bogart, y con él en el mundo de su calle (estábamos ante el primer cuento de su primer libro de ficción, Miguel Street), el logro había consistido en reconocer el “material” de trabajo, un acto conceptual inédito que su padre, el escritor regional Serpesaad Naipaul, nunca pudo realizar, y que el hijo, en su ensayo “El escritor y los suyos”, explica como la incapacidad de no saber “retroceder un paso” para apreciar el valor de su circunstancia como material de trabajo: “No quiso porque probablemente ese retroceso hacia el entorno colonial le habría dolido, y el dolor era algo con lo que no quería enfrentarse en su escritura”.

La escritura de él, en cambio, dotada de valores innegables como la agudeza para el detalle, la belleza formal y el apunte irónico, así como de una capacidad insólita para la reflexión y el control emocional, ha sido casi siempre un instrumento relacionado con el dolor, esa experiencia continua que él mismo definió en un libro como “la larga cadena de humillaciones”.

Recibió el Nobel “por haber unido la perceptiva narrativa y el control incorruptible en obras que nos obligan a ver la presencia de historias suprimidas”. [Foto: AF]
Recibió el Nobel “por haber unido la perceptiva narrativa y el control incorruptible en obras que nos obligan a ver la presencia de historias suprimidas”. [Foto: AF]

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El Bogart de ese primer relato inauguraba además el linaje de una serie de personajes especulares a la propia experiencia migrante del autor: son seres que habitan un lugar de tránsito en tanto buscan un espacio de adscripción al mundo. A ese grupo pertenece el Willy Chandran que abandona la India en busca de un destino en el Londres de Media vida o en el Berlín de Semillas mágicas o el joven indio Salim atrapado con el horror en la violencia africana de la portentosa Un recodo en el río. Y sin duda a él pertenece también el propio Naipaul, que regresa una y otra vez a las incidencias previas y a las consecuencias del viaje iniciático de Puerto España a Oxford en libros como El enigma de la llegada y Un camino en el mundo; y el inolvidable señor Biswas, personaje inspirado en la figura tutelar de su padre y que viaja del campo a la ciudad llevándose con él a su hijo y sus sueños de periodista en su obra maestra Una casa para el señor Biswas. Es revelador, por cierto, que en esa obra, el motivo central sea precisamente la búsqueda desesperada de un lugar donde vivir.

Una casa para el señor Biswas recoge en clave de ficción mucha de esa angustia de reconocimiento compartida por el padre y el hijo Naipaul que quedó magníficamente plasmada en la correspondencia que sostienen ambos en “Cartas entre un padre y un hijo. Los años de Oxford”. El padre vive sus últimos años de vida mientras su vástago se hace escritor, y ese reflejo contrario de las dos figuras resulta estremecedor. En esas cartas, que se leen con un nudo en la garganta, padre e hijo alientan el mismo sueño de prestigio que los haga existir porque no parece haber otra manera de estarse en el mundo. “No tengas miedo de ser artista”, le escribe el padre al hijo en una misiva. “Debes ser sincero. Debes ser tú mismo”, le dice en otra. “No pierdas tu centro; Vidia”, le repite una y otra y otra vez. El intercambio solo se interrumpirá con la muerte del padre en ausencia del hijo y con la inminente publicación del primer libro de este, algo que el padre nunca llegará a ver.

Naipaul señaló en varios textos que su voz literaria vino en parte de su padre. Su rol en el proyecto del futuro Nobel es central. Fue el origen de su vocación y ambición a la vez que responsable de lo que él mismo definió como “el miedo a la extinción”. Se trata de una herencia de la merma, de cierta sospecha de mancha o disminución que proviene del hecho de ser indio y de ser de las colonias, y que se ve reforzada por la reacción de los otros. El miedo, brutalmente expuesto en el proverbial arranque de su novela más temeraria, Un recodo en el río (“El mundo es lo que es: los hombres que son nada, que se permiten llegar a ser nada, no tienen lugar en él”) activa el ejercicio de la vocación a niveles de agotamiento con el fin de visibilizar su herencia y lograr la aceptación.

De hecho, al joven Naipaul no le bastó fijar la isla de Trinidad a través de la ficción sino que tuvo que irse “más atrás” en el tiempo para recrear la participación de su isla en la historia mundial a través de La pérdida del Dorado y luego, en un intento por volver tangible aquella India impregnada en el aire extranjero de su familia en medio del entorno caribeño de su infancia, emprender un viaje “aún más atrás” a la tierra de sus abuelos en Una zona de oscuridad: el descubrimiento de la India y otro más, en el impresionante libro de viaje India: tras un millón de motines.

Volver visible lo invisible, tornar lo oscuro tangible, virar la ansiedad de desaparición a un “ser” y a un “estar”. Obtener residencia en la Tierra. Todo lo que animó el trabajo infatigable de Naipaul parece cifrado en el que probablemente sea el más bello relato de Miguel Street, uno de aquellos que escribió en las oficinas de la BBC. Se llama “B. Wordsworth” y en él un enigmático poeta empieza a frecuentar la casa del niño protagonista de todos esos primeros cuentos —un avatar del propio Naupaul— hasta confesarle que se ha decidido a escribir “el poema más grande del mundo”. El lector sonríe: sabe que ambos seres se encuentran en los confines de la Tierra, la pequeñita isla de Trinidad, y que por ello hay un candor y bastante de locura en la apuesta, pero la inocencia del niño vuelve atendible el plan. Cuando le pregunta al poeta si ha escrito algo ya, este le responde que sí, un verso. Y se lo recita. “El pasado es profundo”. El pequeño lo encuentra hermoso, y también el narrador, que recuerda el episodio.

Imposible no pensar que al escribirlo, el joven Naipaul no estuviera prefigurando las dimensiones y el centro de sentido de su obra. Una que, tal como quería su autor, dificilmente desaparecerá.

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