Trump y su consejera, Kellyanne Conway, quien calificó una mentira como un “hecho alternativo”. [Foto: AFP]
Trump y su consejera, Kellyanne Conway, quien calificó una mentira como un “hecho alternativo”. [Foto: AFP]

Por Victor J. Krebs

Ya Goebbels afirmaba que repetir una mentira muchas veces termina transformándola en verdad. Y parece que, en la política contemporánea, esto se ha convertido en norma. Peor aun: la mentira ni siquiera necesita transformarse en verdad; simplemente la reemplaza.

Kellyanne Conway, por ejemplo, justificando una evidente mentira de la Casa Blanca, aclaró que estaban hablando más bien de “hechos alternativos”. Como lo puso más recientemente Rudy Giuliani, el abogado del presidente, hoy en día “la verdad no es la verdad”. En la misma línea, cuando en medio de su campaña presidencial César Acuña argumentó que lo que había hecho con el texto del profesor Otoniel Alvarado no era un plagio sino una “copia”, o cuando el técnico de Castañeda declaró que el puente Solidaridad “no se cayó sino que se desplomó”, e incluso cada vez que Keiko Fujimori insiste en la probidad de sus congresistas cuando los hechos la desmienten, todos están discurriendo en el ámbito de la posverdad. Como dice el periodista mexicano Esteban Illades, en su libro Fake news (2018), “las mentiras ya no tienen ningún velo”.

Pero el poder y la mentira son antiguos aliados y en todas las épocas se ha vendido gato por liebre en la política. Maquiavelo lo anunciaba cuando apuntaba que el príncipe está justificado para mentir si es por el bien del Estado. Y cuando Napoleón mandó falsas noticias de sus supuestos logros para crear otra versión de los hechos, también estaba apelando a los alternative facts del mundo de Trump.

Lo que hace la diferencia es la simbiosis entre política y virtualidad y el prodigioso poder de replicación de los medios digitales, que viraliza la posverdad e impregna todo lo que alcanza con la mentira. La vertiginosa realidad digital instaura una lógica de reality show, donde es el efecto y no la verdad lo que importa. Sin darnos cuenta, la verdad va perdiendo su peso hasta que se hace irrelevante, y poco a poco vamos perdiendo nosotros la capacidad de distinguirla de la mentira.

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Hannah Arendt advertía ya, a mediados del siglo pasado, que aquellas personas para quienes la diferencia entre realidad y ficción y la distinción entre lo verdadero y lo falso ya no existen son los más vulnerables al totalitarismo. En nuestra sociedad mediática esa lógica explica el exorbitante aumento del miedo, el rechazo a lo diferente y la proliferación de los nacionalismos y totalitarismos, de donde manan la discriminación y la xenofobia.

Las pantallas de nuestros smartphones ponen a nuestra disposición, al costo de un solo clic, un universo de posibilidades, enteramente diseñado para complacer y anticipar, incluso para provocar, todos nuestros deseos. La abundancia hiperreal de lo virtual, donde todo se hace posible, opaca la realidad y la va infectando con su desmesura. Más allá de lo político, la posverdad altera nuestra relación con el mundo y con los demás. Individual y colectivamente tiene un profundo efecto psíquico sobre nosotros.

Al satisfacer nuestros deseos y suplir nuestras necesidades, el mundo virtual se ha vuelto un espacio psíquico que no solo exacerba nuestras fantasías, sino que nos regresa al narcisismo primario de Freud, donde insistimos en nuestro deseo a expensas de la realidad. Así trasladamos esa misma insistencia al mundo real e, inflados por nuestra omnipotencia virtual, nos volvemos prepotentes ante las dificultades de la realidad, desconsiderados y egoístas frente a los demás. Cuando la verdad va perdiendo importancia se destruye el principio que sustenta la vida en comunidad y le da sentido a la honorabilidad, la lealtad, la honestidad, como lo comprobamos diariamente en las noticias, en el tráfico tanto como en la política. Y va creciendo también, por supuesto, la corrupción.

Vilém Flusser, estudioso de los medios, observaba que, al empezar a vivir a través de una pantalla, siempre mediados por una prótesis tecnológica, las condiciones mismas en las que normalmente adquirimos nuestras creencias cambian radicalmente. Tanto los hechos como los hechos alternativos van constituyendo la base de nuestras opiniones. Confundiendo unos con otros, empezamos a articular un mundo de parámetros y criterios distintos, donde se impone la posverdad. Detrás de la actividad frenética de la vida en las redes, la verdad va quedando olvidada, mientras nosotros escuchamos cómo la gente todo el tiempo miente y se contradice, y con indignación presenciamos cómo eso se normaliza.

Tendríamos que volver a la pregunta de Sócrates a Glaucón en la República: si tuviésemos un anillo que al darle vuelta nos hiciese invisibles, “¿quién perseveraría en la justicia y se abstendría de robar y fornicar con quien se le antojara, matar o liberar a personas a su arbitrio, obrar, en fin, como un dios rodeado de mortales?”. Ya tenemos nuestro anillo de invisibilidad en el mundo virtual, y, por lo que vemos, nuestra respuesta parecería ser la misma de Sócrates: ninguno. Tal vez la tarea frente al virus de la posverdad sea encontrar otro asidero que la verdad para recuperar la ética.

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