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Voces de género, por Miguel Giusti - 1
Miguel Giusti

Hace ya unas décadas, en 1982, una psicóloga y filósofa estadounidense llamada Carol Gilligan publicó un libro muy sugerente al que puso por título Una voz diferente. Pese a su antigüedad, el libro podría y hasta debería ser como un viento fresco en el contaminado aire de la discusión nacional sobre el género. Su tema es ese precisamente. La historia es muy interesante y vale la pena comentarla.

Gilligan era alumna de un psicólogo muy influyente, Lawrence Kohlberg, quien había propuesto una teoría sobre el desarrollo moral del ser humano, de acuerdo a la cual las personas maduramos moralmente a medida que vamos abandonando la actitud egocéntrica (propia del niño, o también de muchas culturas en su fase inicial) y comenzamos a adoptar poco a poco una actitud en que somos capaces de reconocer la validez de las decisiones morales de los otros. Así, por ejemplo, un niño identifica lo ‘bueno’ con la satisfacción de su interés, mientras que un adulto moralmente maduro acepta que haya perspectivas o concepciones morales diferentes e igualmente válidas. La última etapa de nuestro desarrollo moral sería aquella en la que aceptamos un punto de vista imparcial o ‘simétrico’, propio de una concepción ética de ‘principios universales’.

Pero aquí viene el problema. Kohlberg creyó verse obligado a sostener que en nuestra sociedad solo los varones alcanzan el último grado de madurez moral, mientras que las mujeres se detienen en las etapas precedentes y suelen ser, por eso, moralmente inmaduras. Afirma esto porque comprueba que muchas mujeres tienden a involucrarse emocionalmente en sus decisiones o protegen a ciertas personas de manera asimétrica, sin respetar la igualdad o la imparcialidad, lo que podría comprobarse empíricamente desde los juegos infantiles habituales entre las niñas hasta las prácticas profesionales que ellas ejercen en su vida (maestras, enfermeras, asistentas de ancianos)

Naturalmente, Kohlberg no pensó ni dijo nunca que esta diferencia tuviese raíces ‘sexuales’, como si hubiese, por así decir, un código genético predeterminado. Sus investigaciones tienen que ver siempre directamente con los géneros. La peregrina idea  de que debiera reemplazarse el ‘género’ por el ‘sexo’ es, como veremos enseguida, una señal de ignorancia alarmante y hasta de perversidad moral.

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Imagen de un ama de casa en 1950. 

Imagen de un ama de casa en 1950.

Carol Gilligan, como era de esperarse, detectó un problema grave en la obra de Kohlberg y se propuso corregirlo. La ‘voz diferente’ que ella quiso poner en el centro del debate fue precisamente la del género femenino. En su opinión, la teoría de Kohlberg estaba construida sobre la base de una tradición secular masculina efectivamente simétrica, para la cual el modelo de conducta ética de toda la sociedad es la neutralidad y el equilibrio de intereses. Pero de ese modelo está excluida la conducta afectuosa y sensible de las mujeres. La ‘voz’ que la teoría de Kohlberg no estaba escuchando, por las razones indicadas, era la del ‘cuidado’ que las mujeres expresan continuamente, de múltiples maneras, en el trato solícito de tantas personas que nos necesitan.

Pero entiéndase bien. Gilligan quiere defender dos ideas. La primera es, sí, que en el modelo ético masculinizado de Kohlberg (el modelo patriarcal dominante) no se está prestando atención a las ‘voces del género femenino’ porque se las está relegando a un segundo plano, como si no tuviesen relevancia en la formación de la conducta moral. Pero la segunda idea, tan importante o más que la anterior, es que ese ideal de conducta masculina no es en realidad sino un tipo de comportamiento sesgado, unilateral y defectuoso de la vida moral, que por razones de poder se ha convertido en modelo universal de conducta. Por lo mismo, la solución al problema no consiste simplemente en reconocer la validez de las voces femeninas, sino en cambiar por completo el modelo humano global de conducta moral, de manera que todos, hombres y mujeres, mujeres y hombres, cambien su actitud parcializada, escuchen, todos, las voces de género (de ambos géneros) y acepten una rectificación del sentido de la maduración del comportamiento ético.

Debo advertir que la posición de Carol Gilligan es una entre decenas de posiciones teóricas sobre la cuestión del género, y es además una que provoca muchas controversias. Algunos o algunas especialistas  creen, en efecto, que simplifica el problema o que acaso refuerza las diferencias de género en lugar de diversificarlas. Ello no debería sorprendernos, porque el ‘género’ es un concepto complejo o, mejor, un conjunto de conceptos, que ha suscitado una serie de estudios de carácter disciplinario y universitario en todo el mundo, incluido el Perú. Pero ya por lo que vemos aquí, su relevancia para la comprensión de la vida moral es inmensa y debería por eso despertar el interés de todas las personas interesadas en la reflexión sobre la forma más ética de vivir.

También es preciso advertir que las tesis de Gilligan no son, en sentido estricto (o históricamente hablando), muy novedosas. Lo fueron, sí, como he dicho, para relativizar la influencia de la posición de Kohlberg, que había sido muy influyente en la ética contemporánea (por ejemplo, en la teoría ética liberal de fines del siglo pasado). Gilligan quiso caracterizar su posición como ‘ética del cuidado’ (ethics of care). Pero las tesis que ella defiende tienen raíces muy antiguas, y pueden rastrearse en varias culturas orientales, aunque también en gran medida en la ética griega y, por supuesto, en la cristiana. Digamos unas palabras sobre esto brevemente.

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Afiche del gobierno estadounidense para reclutamiento de enfermeras, durante la Segunda Guerra Mundial.

Afiche del gobierno estadounidense para reclutamiento de enfermeras, durante la Segunda Guerra Mundial.

Para los antiguos griegos, la conducta moral no se restringió jamás a la diferencia entre los ‘sexos’. Este concepto es demasiado rudimentario o elemental como para servir de orientación moral. La preocupación ética principal de los griegos fue el ‘cuidado del alma’. Del ‘alma’, no del ‘sexo’. Y el ‘alma’ fue un ideal de armonía que debía acoger y armonizar entre sí muchas virtudes que exigían la promoción de la mejor performance en las diversas actividades de la vida a través del cultivo de las artes, la educación y las buenas prácticas. El cuidado del alma exigía evidentemente prestar oídos a las voces del ‘género’ —por cierto, una palabra griega con múltiples derivaciones, incluyendo las gramaticales—, desarrollar las cualidades musicales, afectivas, sensitivas, intelectuales, amicales y justas de los seres humanos, sea cual fuere su ‘sexo’.

Y si pudiera destilarse algo verdaderamente propio de la ética evangélica, esto sería también claramente comparable a escuchar las voces de género que venimos comentando. ¿Qué otra cosa se predica en el Evangelio sino la inversión de los modelos simétricos y previsibles de la conducta agresiva o dogmática? El amor desinteresado al prójimo, la buena disposición hacia el enemigo, la compasión por el pecador, la misericordia con el que sufre, poner la otra mejilla, todas claras señales de la asimetría que Carol Gilligan reclama para corregir la conducta machista y patriarcal que se ha convertido en patrón ético de la sociedad contemporánea.

Una mirada rápida a las llamadas ‘bienaventuranzas’, es decir, a los consejos que da Jesús a sus discípulos para educar su conducta moral, confirmaría de inmediato esta interpretación. Hay allí una suerte de llamado a trastocar el orden convencional establecido y a instaurar un nuevo orden, más generoso, más armónico, más humano, de virtudes éticas. Es un ideal abarcador, que no descuida el cultivo de la sed de justicia  que, como veíamos, está asociada a la simetría, sino que la complementa con otros consejos que parecen asociarse sin dificultad a la práctica de la asimetría y del cuidado del otro, como la abnegación, la dulzura, el sacrificio personal, la misericordia, la limpieza de corazón, la búsqueda de la paz y hasta la aceptación de las injurias.

Llama por eso mucho la atención que entre los militantes de la batalla contra el género se hallen cristianos. Le prestan un muy mal servicio a su causa y proyectan burdamente sus prejuicios a las enseñanzas evangélicas. Tampoco es que sea, como bien sabemos, algo extraño en la historia de nuestra cultura, la mundial y la peruana. Por alguna extraña razón, que ha sido ya bien estudiada, aun las religiones más nobles albergan en su seno la ignorancia y el fanatismo y cuentan en su haber con persecuciones sangrientas y muchos crímenes contra la humanidad a lo largo de la historia.

La lección moral que nos deja la obra de Carol Gilligan y de sus buenos y viejos antecedentes es que escuchar las voces de género solo tiene por finalidad contribuir a hacernos mejores seres humanos, más bondadosos, más sensibles, más igualitarios, más tolerantes y más justos. Aspiramos a ampliar así el horizonte ético de la vida humana, combatiendo el fanatismo —un mal por desgracia muy difícil de erradicar— y sembrando incesante y pacientemente una cultura de reconocimiento. No es solo un ideal. Es también un derecho que debemos defender con argumentos éticos y jurídicos.

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