Beto
Beto

Manu me impresionó. Cómo hizo eso. Levantarse y decir lo que nadie se atrevía a decir. Solo porque tenía el valor de hacerlo. Tenía las agallas. Eso me gustó. 
     Cuando un chico hace tantos esfuerzos por demostrar que es duro, solo puede significar una cosa: que es muy frágil. Todos lo éramos. Como jarrones en una mesa tembleque, a punto de caer y rompernos. Y yo era el más débil. Yo era un jarrón de porcelana. 
     Ojalá yo hubiese sido tan valiente. Por entonces yo era mudo. Trataba de no hablar con nadie. 
     Porque hablo así. Porque soy sensible. Nada más.
     Yo era el afeminado, el chivo, el cabro, el mariposón, el cacanero, el putito, el gay. Todas las promociones tenían uno. Uno que hacía “rosquetadas” como leer. Uno que hablaba más suave que los demás, sin decir “huevón” cada tres palabras. Un buen blanco para burlas.
     Estaba bien visto ser ladrón, asesino o delincuente. Pero maricón, de ninguna manera. 
     Yo ya estaba acostumbrado. En clase de Educación Física, un grupo de pesados me iba detrás remedando mi forma de correr. O se burlaban de cómo saltaba para jugar al voleibol. A veces, al ir al baño, encontraba mi nombre con algún dibujo de penes encima. Si tenía que subir a hablar en público, mis compañeros se ponían a silbar y chiflar, como si fuese un striptease. Una vez me dejaron todo el pupitre lleno de dibujitos porno hechos con lápiz de labios. Eso les parecía a todos muy divertido. 
     Pero yo sabía que no debía resistirme. Resistirme significaba pelear. Y eso era peor. En abril había tratado de enfrentarme a Ricky Baca, un matón de la sección E. Ricky se había puesto a molestarme (“Betito, ¿y si me haces una chupadita? Ven, dale un besito al tío”) y yo había querido responderle con un golpe sorpresa. 
     Ni siquiera le di. De hecho, casi me caigo solo, por el esfuerzo. 
     Como respuesta, Ricky sacó su camisa de deportes y se puso a darme latigazos en la cara. Estuvo a punto de volarme un ojo. Cuando yo trataba de devolver los golpes, ni siquiera atinaba a encontrarlo. Pero cada vez que daba vuelta, ahí estaban él y su maldita camiseta, sacudiéndome. Y ahí estaban todos alrededor, gritando “¡bron-ca!, ¡bron-ca!”. Azuzándonos. Como a dos orangutanes en una jaula. 
     Desde ese día, al sonar el timbre, yo siempre me iba directamente a la biblioteca. En ocasiones me pasaba todo el recreo solo, o conversando con la bibliotecaria. Otras veces se me sumaba un par más de exiliados de la masculinidad con sus loncheras. Formábamos un té de tías patético, aunque al menos estábamos a salvo de los salvajes de nuestros compañeros, que en su mayoría nunca habían pisado una biblioteca. 
     Pero ese día, tras la clase sobre el aparato reproductor, no pude marcharme como era mi costumbre. No pude apartarme de Manu. 
     Tampoco Moco y Carlos se resistieron a su hechizo. Los tres nos quedamos con él. Había que agradecerle. Nos había salvado. Con esa pregunta de la sífilis, se había puesto de carnada. Se había ofrecido en sacrificio justo cuando la Pringlin se preparaba para caernos en picado sobre la cabeza.
     —¡Qué valor! ¿Ah? —dijo el Moco—. ¿Por qué hiciste eso?
     —Porque me dio la gana, pues huevón —explicó Manu. 
     —A este paso te botarán del colegio de una patada —le advertí. Y lo hice en serio. Porque no quería que eso ocurriese. 
     —Ya me han botado de cuatro colegios, cojudo —respondió orgulloso—. Estoy acostumbrado.
     Cuatro expulsiones. Era como tener antecedentes penales. Como tatuajes a cuchillo en los brazos. 
     Quiso entrar a fumar al baño, y todos fuimos con él. No nos invitó, pero no podíamos resistirnos a tenerlo cerca. Nos habíamos convertido en los planetas de su órbita.
     Nos encerramos en un wáter y él sacó un cigarrillo Premier. Era la marca más asquerosa del mercado. Pero en él olía como colonia. Como Drakkar Noir, el perfume dulzón y pegajoso que usábamos los adolescentes. 
     Mientras fumábamos, comentamos el tema del día: la sífilis. 
     —Cómo me gustaría contagiarme, oye —suspiró Moco, que era el más degenerado de todos. 
     —Si serás bruto, Moco —replicó Carlos—. ¡Es una enfermedad!
     —¿Y? —se reafirmó Moco—. La enfermedad te la curas, pero el contagio valió la pena. 
     —Confirmado: es un cojudo —diagnosticó Manu, fumando intensamente, con el cigarrillo entre el pulgar y el índice, como si fuese marihuana. 
     —Como si ustedes no quisieran —se defendió Moco—. Son igual de vírgenes que yo. Seguro que se pajean todas las noches jalándose el pellejo. 
     Moco era una biblioteca de frases calientes. Una enciclopedia del vocabulario púber. Debía conocer doscientas formas de decir “masturbarse”. “Jalarse el pellejo” era solo una de ellas. 
     Carlos, en cambio, sacó a relucir sus propias armas, un poco más adultas: 
     —Yo al menos tengo una hembrita. Solo tengo que convencerla. 
     —¡Claro, convencerla, qué fácil! —Se burló Moco—. Y luego soy yo el cojudo. 
     —Voy a conseguirlo —porfió Carlos, seguro de sí mismo—. Pero poco a poco. 
     —Pero muuuuuuuy poco a poco, huevón —se burló Manu.
     —¿Tú lo has hecho alguna vez? —le pregunté yo. 
     —¡Claro que sí! —respondió Manu ofendido. 
     No lo había hecho en su maldita vida. Estaba claro. Pero eso sí: te pasaba el cigarrillo con gesto de delincuente maduro, curtido en mil batallas. Traté de no toser mientras ese humo infecto me raspaba la garganta. Yo no fumaba. Solo estaba ahí porque no podía estar en ningún otro lugar del mundo. 
     —Yo nunca lo he hecho —admití—. Y después de esta clase, cuando lo haga, me pondré ocho condones. No quiero terminar con un grano de esos en el pene. 
Lo había dicho fuerte, con la voz grave, para sonar viril. Pero era inútil. Mi subconsciente me traicionaba. Los chicos malos del colegio no decían “pene”. 
     —Suficiente con el grano que tienes en la cara —se rio Moco, que al parecer no se había visto en un espejo desde mucho antes de la primaria. 
     Todos nos reímos. Reírnos nos hacía sentir poderosos. Nos reíamos todo el tiempo, aunque no supiésemos bien de qué. Todos menos Manu, que no lo necesitaba. Él estaba enfadado, y seguía obsesionado con el tema de la Pringlin: 
     —Esa vieja de mierda nos cuenta todo lo de las enfermedades porque a ella nadie se la tira —sentenció—. Si no fuera tan fea, a mí me gustaría tenerla enfrente para mostrarle lo que hace un hombre de verdad, y oírla gemir, ¡aaah, Manu, máaaas, síiii”…
Manu era gracioso en su imitación de un polvo con la señorita Pringlin. Se puso a cabalgarla, a flagelarla, a bailar samba con ella, todo en el reducido espacio del wáter, con nosotros alrededor tratando de no reventar a carcajadas. 
     —Oh, Manu, papi, dame… —decía imitando su voz. 
     Y todos lo animábamos en su polvo imaginario, fascinados como estábamos con él y con su ingenio y su fuerza. 
     Entonces se oyó la voz verdadera de la señorita Pringlin. Era la única voz que sonaba peor que su imitación. Más descarnada. Más gritona. Más parecida al alarido de una hiena. Y muy cercana. Demasiado. Justo del otro lado de la puerta. 
     —Señor Battaglia —dijo esa mujer horrenda—, me alegra que tenga interés en verme. Porque yo también tengo una reunión pendiente con usted. ¡Salga de ahí ahora mismo! ¡Y traiga con usted a sus amiguitos!
     Ahora sí, lo habíamos conseguido. Ya teníamos un problema.
     De todos modos, antes de abrir la puerta, Manu remató la escena de sexo con un par de gemidos más. Y repitió en voz baja:
     —Oh, Manu, papi, más…
     A mí se me atascó todo junto en la garganta: la risa, el susto y la tos. Ese chico era valiente, casi de otro mundo. 

Novela: "La noche de los alfileres"
Autor: Santiago Roncagliolo
Editorial: Alfaguara
Páginas: 416
Precio: S/ 69.00

Vida & obra
Santiago Roncagliolo (Lima, 1979)

Ha publicado dos novelas negras protagonizadas por el fiscal Félix Chacaltana: "Abril Rojo" (2006) y "La pena máxima" (2014). En su producción destacan el thriller psicológico "Tan cerca de la vida" (2010) y las comedias "Pudor" (2004) y "Óscar y las mujeres" (2013). Además, como periodista, es autor de una trilogía de libros sobre la historia del siglo XX: "La cuarta espada" (2007), "Memorias de una dama" (2009) y "El amante uruguayo" (2012). 

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