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La ciudad de los niños, fragmento de un cuento de Diego Zúñiga - 2

Todos recordamos la mañana en que Vergara comenzó a planificar el robo.

Ese día faltó la profesora de religión, así que a primera hora nos enviaron a la biblioteca a leer. Fue ahí cuando lo vi reunido con Manríquez y con Bennett conversando en voz baja, alejados del grupo, haciendo como que leían, pero en realidad planificaban lo que semanas después nos pedirían que hiciéramos: asaltar un banco y arrancarnos con toda la plata.

En esa biblioteca empezó todo: Vergara agarró una hoja de cuaderno y dibujó un mapa indicando los lugares estratégicos, las salidas de emergencia, los movimientos que Bennett y Manríquez debían controlar. Abajo, en un costado de la hoja, anotó nuestros nombres y nos dividió en dos grupos: los que servíamos —aquellos que guardaríamos el secreto y le juraríamos lealtad— y los que podíamos arruinarlo todo, contándole al profe Maldonado o a alguno de nuestros padres.

Yo, como podrán imaginar, quedé en el segundo grupo.

Vergara sabía que lo iban a expulsar a fin de año. Sus papás debían varios meses en el colegio —era en ese entonces uno de los más caros de Santiago— y nos había llegado el rumor de que no iba a seguir con nosotros. Fue la mamá de Tapia la que lo echó a correr. Era así esa señora: todo lo que se hablaba en las reuniones de apoderados ella lo transmitía. Sin embargo, ninguno de nosotros fue capaz de preguntarle a Vergara si era cierto eso que comentaban, si era verdad que se había tenido que ir a vivir donde su tía porque habían embargado su casa. Parece que al papá lo habían echado del trabajo y andaba prófugo, pues tenía varios cheques protestados. De hecho, se decía que le debía también a la mamá de la Jose Aguayo y que por eso ya no se hablaban.

Pero la verdad es que en ese entonces no teníamos cómo confirmar si esos rumores eran ciertos. No es que Vergara fuera el líder del curso ni mucho menos, pero le teníamos un respeto difícil de explicar.

[…] Vergara se acercó en el segundo recreo y me dijo que en la tarde, después de clases, nos juntaríamos en la casa de la Bernardita Aguilera.

Nos encerramos en la pieza de ella y nos sentamos en círculo, alrededor de Vergara. Éramos siete los que lo rodeábamos: Bennett, Manríquez, Navarro, la Bernardita, la Rosario Silva, la Flo Costello —mejor promedio del curso— y yo. Ahí, sentados en el piso, escuchamos atentos cada una de sus indicaciones, sus argumentos, los motivos por los que teníamos que asaltar el banco y luego arrancarnos con toda la plata.

El plan era simple: dos de nosotros apuntábamos a los guardias, otros dos tomaban de rehenes a las cajeras y el resto se preocupaba de retirar el dinero y facilitar la huida. Según sus cálculos, no podíamos demorarnos más de un minuto, pues las alarmas se activarían solo unos segundos después de que abriéramos la caja fuerte; entonces, al poco rato, estaríamos completamente rodeados.

Cuando Vergara terminó de hablar, la Flo Costello le preguntó cuál era el motivo real por el que haríamos todo esto.

Vergara la miró con molestia primero, y luego con una cierta desilusión: esto es una venganza contra el sistema, dijo él, pero no les puedo dar más detalles. Estoy seguro que lo entenderán.

Después de eso, por supuesto, no hubo más preguntas.

[…]

Conocíamos el lugar a la perfección. Lo habíamos visitado muchas veces con nuestros padres, celebramos ahí el cumpleaños de algún compañero, fuimos con amigos el fin de semana e incluso una vez habíamos ido como curso: fue en tercero básico, cuando recién lo inauguraron. El papá de Mosquera consiguió que lo abrieran exclusivamente para nosotros un miércoles por la mañana.

Creo que había sido la Jose Aguayo la que leyó en internet en qué consistía Kidzania, o tal vez fue Buschmann el que nos dijo que era el mejor lugar del mundo, según sus hermanos, que habían visitado el que hay en México. El asunto es que esos comentarios nos pusieron ansiosos. Teníamos expectativas: era la ciudad de los niños, un lugar hecho a nuestra medida, donde podríamos hacer las cosas que hacían nuestros padres y hermanos mayores: sacar dinero de un cajero automático, comer pizza cuando se nos ocurriera, ir al supermercado y comprar lo que quisiéramos, subirnos a un avión y decirle al piloto que se hiciera a un lado, que era nuestro turno de pilotear; ese tipo de cosas nos imaginamos, por lo que llegar allá y ver que todo era una mentira fue demoledor.

No solo el dinero que nos entregaban en la entrada era insuficiente, un cheque por unos pocos KidZos, sino que cuando se acababa —algo que ocurría sólo minutos después de cobrarlo—, teníamos que ponernos a trabajar para conseguir un poco más de plata, como si efectivamente fuéramos adultos.

Qué basura, me acuerdo que dijo uno de mis compañeros mientras se ponía el uniforme para ser cajero de supermercado. Era la vida, y en eso consistía el juego y la diversión de Kidzania.

Una basura, creo que repetí cuando me di cuenta de que también tendría que buscar un trabajo. El problema, claro, es que no sabía qué quería ser cuando grande, así que no tenía idea de a qué me podía dedicar. Una basura.

[…]

Yo seguía perdido, deambulando por la ciudad, aunque aquella caminata me sirvió mucho, pues me di cuenta de que no quería ser nada cuando grande; sin embargo, al percatarme de que todos mis compañeros ya estaban ubicados en sus puestos, vi que había un oficio que nadie eligió, por lo que me inscribí ahí, en Prosegur: primero fui vigilante de seguridad, pero luego me destinaron a manejar el camión de valores, esos que retiran el dinero en el banco y lo trasladan a distintos puntos de la ciudad o viceversa.

Creo que lo pasamos bien en ese lugar, o al menos supimos disimular el tedio en ese par de horas en que trabajamos para conseguir un poco de dinero.

Al final, ni sé en qué nos gastamos la plata. Sí recuerdo que mientras el profe Maldonado nos llamaba para formarnos y subirnos al bus, Vergara abrió una cuenta de ahorro en el banco y dejó ahí todo lo que había ganado ese día.

Voy a volver, dijo en el bus.

Y sí, volvimos ese viernes en que ocurrió todo.

Era una Bruni 9mm que su papá dejó en el garage de su antigua casa antes de irse. Vergara la escondió primero en su pieza y luego se la llevó a la casa de su tía.

Es lo más preciado que tengo, nos dijo ese viernes cuando llegamos temprano al colegio y nos mostró la pistola. Al rato, llegaron Manríquez y Bennett y nos pasaron las otras armas: estábamos listos.

Los demás compañeros de curso que participarían en el atraco sabían perfectamente lo que tenían que hacer, por lo que solo intercambiamos saludos esa mañana. Nos sentamos bien separados en el bus que nos llevaría a Kidzania, no queríamos levantar sospechas. El trayecto era de una media hora, aproximadamente. Nos fuimos escuchando música o viendo videos en nuestros iPhone. De vez en cuando mirábamos nuestros relojes, mientras el bus bajaba hacia el Parque Araucano. Vergara se sentó en la última fila, se puso sus audífonos grandes, cerró los ojos y se fue durmiendo.

[…]

Me gusta pensar que al menos en ese sueño breve pero intenso fue feliz. Que se sintió tranquilo, que por eso cuando despertó nos dijo que íbamos a hacer historia. Ahora sí que era, sin dudas, el líder. Lo sabía él y lo sabíamos nosotros, y no queríamos perderlo, pero a esas alturas Vergara ya era un hombre muerto. Eso lo sabía él y también lo sabíamos nosotros.

SOBRE EL AUTOR

Diego Zúñiga, escritor y periodista chileno. Su primera novela,

Escritor y periodista. Su primera novela, "Camanchaca" (2009), ganó el Premio Juegos Literarios Gabriela Mistral. También es autor de la novela "Racimo" (2014) —Premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura de Chile— y del libro sobre fútbol "Soy de Católica" (2014). Ha recibido el Premio Roberto Bolaño a la Creación Literaria Joven (2008) y una beca de creación literaria del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes de Chile. 
   Este mes llegará a Lima para participar en la tercera edición del Festival de la Palabra  PUCP (del 19 al 23 de octubre). 

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