[Ilustración: Manuel Gómez Burns]
[Ilustración: Manuel Gómez Burns]

Mientras con rápido movimiento de mandíbulas mi acompañante me dirigía las dos preguntas, noté que la ansiedad que le desbordó los ojos no le borró la sonrisa, esa sonrisa que ya le estaba durando poco más de dos horas desde que lo vi la mañana de ese domingo por primera vez en mi vida.

—Señor —le contesté—, el poeta del caso ni siquiera me conoce, como que nunca he tenido trato con gente de poesía. Y del encuentro que hace un año este poeta tuvo con usted acá en Huancayo, me enteré por casualidad en un bar de la ciudad de Lima, hace ya varios meses, casi un año, cuando el poeta mismo se lo contaba a un individuo que parecía ser amigo de él.

—¡Aaaah! —exclamó mi acompañante, y no sé cómo fue posible que la mirada de asombro que se le notó dejara intacta la sonrisa, como si esta la tuviera atornillada. Luego agregó—: ¿Y qué le decía el poeta a ese individuo? ¿Puede usted recordarlo?

—Lo intentaré, señor. —Entonces dije—: El poeta y su amigo estaban bebiendo cerveza en una mesa a un paso de otra en que yo alargaba los sorbos de una taza de café demasiado caliente. La proximidad de ambas mesas y el hecho de que fuera la mediatarde, momento en que los bares de Lima están casi vacíos, llevaban muy claro a mis oídos lo que el poeta contaba. El poeta decía que habiendo sido invitado a ofrecer en Huancayo un recital de sus versos, en la mañana del día que le habían señalado salió de Lima en el tren de Desamparados y llegó a Huancayo con una hora de anticipación al recital, a las seis de la tarde. Afirmaba que al bajar del tren buscó en sus bolsillos y se dio con una sorpresa incómoda: había olvidado en Lima la hoja de invitación que los organizadores del recital le habían enviado por correo y en la que le daban la dirección de la casa donde debía ofrecer sus versos. Y recuerdo que explicaba que como nunca antes sus pies habían hollado esa ciudad de los Andes, entendía que se hallaba en una situación muy parecida a la de quien ha sido invitado a una fiesta y no le han dicho dónde se va a celebrar...

—¿Me permite usted? —dijo mi acompañante, con cierta inquietud en la mirada, que, sin embargo, no le veló la sonrisa—. Quisiera rectificar en este punto la versión del poeta.
—Cómo no, señor —le cedí la vía.
—Bien. Es cierto que la hoja de invitación había quedado en Lima, pero no por olvido sino ¡por propia decisión del poeta! A pesar del escueto “Invitamos a usted a ofrecer en la ciudad de Huancayo un recital exclusivo de lo mejor de su producción poética el 25 de noviembre a horas 7 p. m. en nuestro local sito en...”, el poeta, muy suelto de huesos, tuvo la seguridad de un tumultuoso recibimiento. Pero al bajar del tren sintió como un patadón en el trasero el hecho de que los habitantes de la ciudad no hubieran ido a recibirlo, y como un segundo patadón de que de la banda de músicos que él esperaba ver encabezando la multitud no hubiera nada ni nadie, ni siquiera alguien con un par de hojas de lata a guisa de platillos ni quien portara un barril a falta de bombo. Y al advertir que de los promotores del recital no había en el suelo ni un pucho de cigarro ni la huella de un escupitajo, sintió como si lo descalabraran con un tercer y definitivo patadón. Habiendo contado arbitrariamente con el recibimiento, había creído torpe redundancia llevar consigo la hoja que registraba la ubicación del escenario de sus versos. Nadie, pues, sino sus secretas pero vanidosas exigencias eran la causa de que no supiera a qué punto de la ciudad encaminarse. Ahora le ruego que prosiga.

Yo proseguí:
—El poeta declaraba a su amigo que supuso entonces que una casa de oír poesía no podía estar mejor parada que en el centro de la ciudad. Y que pensando que en la fachada debía de exhibirse algún cartel que anunciara la entrega de sus versos, se fue a buscar la casa tras averiguar en las oficinas de la estación el rumbo que debía seguir para llegar al centro. Luego el poeta lamentaba haber perdido el tiempo en buscar por las grandísimas nadas el esperado cartel. Y que después, desde que la búsqueda lo fue empujando hacia lugares cada vez más alejados del centro de la ciudad, el empeño le hizo olvidar que debía controlar el tiempo que iba rodando, a pesar de que para eso, según indicaba, disponía en la muñeca de un reloj electrónico hecho a la medida de un poeta, pues aseguraba que la máquina alertaba el avance de cada cuarto de hora mediante unos versos muy buenazos entregados con una voz que daba mucha envidia.

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NARRATIVA

Perro con poeta en la taberna
Antonio Gálvez Ronceros
Editorial: Escuela de Edición de Lima
Páginas: 108
Precio: S/35,00

Mi acompañante, que había cogido entre las manos la botellita de aguardiente y llenado mi copa y la suya, me hizo una seña con los ojos y entonces procedimos a beber.
—Por lo que escucho —dijo enseguida— se ve que el poeta pasó por alto algunos detalles de esa búsqueda. Permítame usted decirle que la verdad es que al comprobar amargamente que en ninguno de los frontis del centro de la ciudad se prometía la perorata de sus versos, el poeta llegó a desesperarse y tuvo entonces un cambio de zona y de velocidad: se dio resueltamente a entrar y preguntar en bares, restaurantes y tiendas comerciales si conocían la casa donde debía recitar, pero en todos estos establecimientos le respondieron que no sabían de qué diablos estaba hablando. Más aún: en un bar se vio sorpresivamente con un vaso de ron en la mano, al tiempo que un individuo empapado de borrachera y que acababa de alcanzárselo, abrazándolo melosamente por el hombro le decía que mejor se quedara ahí a empinar el codo porque en el mundo no había mejor poesía que el trago. Y en un restorán, creyéndosele un vergonzoso pedigüeño cuyo modo de operar era fingir ser un poeta que indaga por la casa donde asegura debe dar un recital, unos comensales, compadecidos, le alcanzaron un plato de sopa que el poeta rechazó gritando indignadísimo “¡No solo de pan vive el hombre!”, palabras que causaron extrañeza y provocaron esta réplica: “Querrás decir sopa, que aquí nadie te ha ofrecido pan”. En cuanto a reloj, yo solo le vi uno no precisamente electrónico y que debía de andar en las últimas: la máquina se había plantado en las ocho, hora que bien podía ser la de esa noche, la de esa mañana o vaya usted a saber de qué remoto día. Y después, a pesar de que la noche había corrido demasiado, y los negocios habían cerrado, y las calles estaban vacías, y el negrísimo cielo hacía rato que seguía descolgándose a chorros, el poeta continuó en la búsqueda, pero ahora a la carrera, atisbando fugazmente a izquierda y a derecha en los cruces de las calles, pues al parecer estaba convencido de que ante la casa del recital debía haber algún tumulto en espera de sus versos. Continúe, por favor.
—El poeta decía a su amigo que debía de ser ya en la madrugada cuando bajo la luz eléctrica de un poste en una calle angosta y pedregosa de las afueras se dio con un “perro raquítico que tenía congelada en el hocico su sonrisa enigmática”; esas fueron sus palabras. El poeta confesaba que, a punto de derrumbarse de espanto, sintió que los poros se le englobaron y los pelos se le pusieron tiesos como yeso armado. Es más: sostenía que oyó “el ruido con que los poros y los pelos dieron un salto ante el espeluznante cuadrúpedo”, según palabras suyas. Preguntado por el individuo con quien bebía acerca de cómo era el ruido, señalaba que fue algo así como ¡grut! o ¡fruat! “En ningún caso sin sonido de t al final”, prevenía el poeta. Y recuerdo que al proseguir decía esto: “Sin embargo, resistiendo como un fierro me di tiempo para dudar como un Hamlet perdido en Huancayo”.

Antonio Gálvez Ronceros
Antonio Gálvez Ronceros

VIDA & OBRA

Antonio Gálvez Ronceros (Chincha, 1932)

Conocido por ser uno de los narradores más destacados de la negritud y de la generación del 50, Antonio Gálvez Ronceros, tras publicar cinco libros de cuentos y uno que recoge sus artículos periodísticos, incursiona por primera vez en la novela con Perro con poeta en la taberna, una historia en la que el ego, la vanidad y la soberbia son el hilo conductor que une a los personajes.

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