Fragmento de "Rosy & John", de Pierre Lemaitre
Fragmento de "Rosy & John", de Pierre Lemaitre
Pierre Lemaitre

— 17.10 h —
Camille Verhoeven es un metro cuarenta y cinco de cólera. Un metro cuarenta y cinco es poco para un hombre, pero es mucha cólera concentrada. Sin contar con que para un policía la furia, incluso contenida, no es una virtud cardinal. Como mucho es un filón para los periodistas (en algunos casos sonados, sus respuestas cortantes han tenido bastante éxito), pero sobre todo es un quebradero de cabeza para sus superiores, los testigos, los compañeros, los jueces y para casi todo el mundo.
    A veces Camille grita o se deja llevar, pero desconfía mucho de sí mismo. Tiende más bien a hervir por dentro. No es de los que suelen dar un puñetazo en la mesa. De hecho, hace bien, porque dentro del coche, a causa de su estatura, todos los mandos están en el volante, y un mal gesto supone acabar en la cuneta.
    Hoy (encuentra un motivo a diario) su irritación se ha desencadenado mientras se aseaba: no le ha gustado lo que ha visto en el espejo. No es que antes se gustase demasiado, pero hasta ahora había salido victorioso de su lucha contra el resentimiento que le produce no haber crecido tanto como los demás. De hecho, desde la muerte de Irène, su mujer, hay momentos en los que el asco de sí mismo alcanza proporciones inquietantes.
    Hacía seis meses que no se tomaba unos días de permiso. Pero su último caso importante ha terminado en fracaso: la chica que buscaba estaba muerta cuando la encontró y eso le ha dejado bastante tocado (en realidad no se trata de un fracaso propiamente dicho, ya que detuvo al asesino; pero Camille siempre se queda con el lado malo de las cosas). Así que se ha permitido unos días libres. Estuvo a punto de invitar a Anne a irse con él al campo, habría sido una bonita ocasión para mostrarle su refugio; pero no, hace poco que se conocen, prefiere estar solo.
    Se ha pasado tres días dibujando y pintando. Tiene demasiado talento para ser policía, pero no el suficiente para ser artista. Así que se conforma con ser poli. De todas formas, no quería ser artista.
    Camille nunca escucha música, ni en el coche ni en su casa, le distrae de sus pensamientos. Lo simplifica diciendo, con su afición por las frases lapidarias: «No me gusta la música». Y en el fondo es cierto. Si le gustase, compraría y escucharía. Y no lo hace nunca. Por esa razón le atacan por todos lados: pero bueno, cómo no le puede gustar a uno la música, es inconcebible. No le creen, le piden que lo repita, con los ojos como platos. Inimaginable. Que a uno no le guste la pintura o la lectura, pase, es comprensible, pero ¡la música! Es entonces cuando Camille se enroca, es superior a sus fuerzas, ese tipo de reacciones le reafirman. Y es que a veces es un auténtico coñazo. Un día, Irène le dijo: «Lástima que los misóginos no te conozcan, les ayudaría a relativizar».
    A falta de música, Camille escucha las noticias en la radio. 
    El primer avance especial se emite justo cuando la enciende: «...una potente explosión en el distrito XVIII de París. Se ignoran las causas exactas, pero parece tratarse de un siniestro de gran amplitud».
    Un tipo de noticias a las que nadie presta atención salvo si vive en el barrio, o si el número de muertos es realmente espectacular.
    Camille prosigue su camino escuchando las noticias: «Los equipos de emergencia han llegado al lugar del siniestro. Se desconoce el número de víctimas. Según algunos testigos, es posible...».
    Lo que teme Camille, cuando escucha esto, son los atascos a la entrada de París.

— 17.20 h —
Es lo que tiene vivir en un país moderno.
    Las víctimas apenas han tenido tiempo de darse cuenta de lo que ha ocurrido y ya están allí los bomberos. Cuatro unidades desplazadas. Las ambulancias y los servicios de urgencias convergen en el lugar del drama a velocidad de vértigo mientras el SAMU, al borde del perímetro que la policía ha trazado de inmediato, abre las puertas de sus vehículos para desembarcar camillas, mantas térmicas y goteros. Descargan cajas de productos farmacéuticos, desinfectantes, vendas. Los miembros del personal, con tranquilidad, rapidez y precisión, toman posiciones tal y como han ensayado en el plan de contingencias y evacuación. Los médicos de urgencias están ya manos a la obra. Protección Civil distribuye, organiza, tiende líneas informáticas y telefónicas. Las tiendas de campaña destinadas a los primeros auxilios parecen emerger de entre el polvo de la explosión que no acaba de posarse.
    Visto así, se comprende en qué gastan nuestros impuestos. 
    Oh, sí, por supuesto hay periodistas. Profesionales también. Los furgones de las emisoras de radio y de la televisión continúan llegando a la vez que los de emergencias. Tiran cables de un lado a otro, se preparan las primeras conexiones en directo; los reporteros, jugando a corresponsales de guerra, buscan el lugar adecuado, aquel en el que, durante su intervención, se vean a su espalda los escombros.
En eso consiste una democracia moderna: un país en el que los profesionales han tomado el poder.

— 17.30 h —
Ministerio del Interior. Gabinete de crisis.
    —¿Qué dice el presidente? —pregunta el jefe de gabinete.
    El ministro del Interior no responde. Lo que diga el presidente no le incumbe a nadie, y menos cuando él, como todos, está esperando más información.
    El ministro se inclina hacia delante, pero se queda en pie, señal de que no tiene intención de perder el tiempo. Con un gesto de la cabeza da la palabra al jefe de la Dirección General de Seguridad, la DGS, que confirma lo que todos pensaban desde el anuncio de la explosión: no se trata de islamistas. No tiene pinta de que se vaya a mantener así mucho tiempo, pero ese frente está tranquilo. Las negociaciones con los grupúsculos de dirigentes avanzan en buena dirección desde hace varios meses en el más absoluto de los secretos: el gobierno se dispone —mientras desmiente la información— a soltar un buen montón de euros para liberar a dos rehenes, así que los integristas no tienen interés alguno en abrir una brecha en el oleoducto que les permite succionar una parte del tesoro público francés. Y además no es su forma de actuar, no atacan en ese tipo de lugares; no existía indicio alguno de una acción sospechosa ni advertencia de agentes infiltrados..., nada, así que es imposible.
    —Podemos descartar el terrorismo religioso...
    Queda el móvil político. Más complicado. Hace meses que los servicios de inteligencia no reciben ningún rumor al respecto, pero hay tal cantidad de comandos de todo tipo... Nacen y mueren cada día. Esos movimientos, en constante formación, son bastante inestables, por lo que no puede excluirse alguna acción en solitario.
    —Todo el mundo se ha puesto manos a la obra...
    En cuanto al balance de víctimas, las primeras estimaciones deberían estar listas en una hora. Dos, como máximo.
    El ministro asiente y se dirige al portavoz.
    —A la prensa, que estamos investigando. Nada más.
    Mira a todos con calma.
    —Y que nadie mueva un dedo hasta nueva orden. Ah, un último consejo: nada de revuelo ni de rumores en ningún departamento.
    Mensaje evidente que enviar a la prensa: la administración no pierde los nervios.
    Todo el mundo lo tiene claro.
    El coche espera abajo, el ministro va a personarse en el lugar de los hechos, a expresar sus condolencias, a asegurar «que se investigará hasta las últimas consecuencias, bla bla bla». 
    Las catástrofes entran dentro del sueldo.

Novela: Rosy & John
Autor: Pierre Lemaitre
Editorial: Alfaguara
Páginas: 160
Precio: S/ 77.00

Vida & obra
Pierre Lemaitre (París, 1951)

Cultor del policial, sus libros han rendido homenaje a los grandes escritores del género como Dashiell Hammett y Raymond Chandler. Entre sus títulos destacan "Irene" (2006), "Vestido de novia" (2009) y "Alex" (2011). En 2013 su nombre ganó fama mundial tras ganar el Premio Goncourt  con su novela "Nos vemos allá arriba", donde se aleja de lo noir para pasar con éxito por el folletín histórico. 

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