"El fin de algo", de Guillermo Niño de Guzmán
"El fin de algo", de Guillermo Niño de Guzmán

Pasamos dos veces delante del local, cuya marquesina luminosa se encendía y apagaba como una atracción de feria. El portero uniformado nos miró con curiosidad.
    Arturo se detuvo y me increpó:
    —¿Vamos a entrar o no?
    —Quería echar un vistazo antes —dije.
    —Desde aquí no se ve nada, Alejo. ¿Qué sucede? ¿Ya no quieres entrar?
    —No es eso, sino que temo que sea más caro de lo que pensaba. ¿Tienes plata?
    —Más o menos. ¿Y tú?    
    —No mucho.
    —Bueno, si no te alcanza te presto —dijo Arturo, decidido.
    El portero esbozó una sonrisa mordaz, pero se hizo a un lado y nos dejó pasar.
Adentro estaba muy oscuro. Al fondo, bajo unas luces tenues, se alzaba el bar. Avanzamos en esa dirección y nos encontramos con dos mujeres que salían de la penumbra.
    —Hola —dijo una de ellas—. Yo soy Irma y ella es Hilda. ¿Quieren que los acompañemos?
    Antes de que pudiéramos responder, nos cogieron del brazo y nos llevaron a unas mesas apartadas, en lo más profundo de la oscuridad. Irma llamó a alguien y al instante apareció un mozo.
    —¿Qué van a tomar? —preguntó ella.
    —No sé —dijo Arturo—. Será un par de cervezas, ¿no, Alejo?
    —Bueno —acepté.
    —Nosotras solo tomamos coñac —señaló Irma.
    Mientras esperábamos las bebidas, Hilda se acomodó con Arturo en la mesa contigua. Irma me sonrió con picardía. Bajé la vista y, para disimular mi confusión, saqué un cigarrillo.
    —¿Y a mí no me invitas? ¡Qué malcriado eres! —dijo Irma con tono socarrón.
    —Perdón —dije, y me apresuré a ofrecerle el paquete.
    —No, gracias —dijo ella y, con un gesto coqueto, estiró una mano y me revolvió el pelo—. Estaba bromeando. Hoy ya he fumado bastante.
    —¿Por qué no bailamos? —dije, ya que no se me ocurría nada de que hablar.
    —Yo solo bailo piezas lentas —dijo ella con una voz seductora y me rozó levemente las sienes con la yema de los dedos. Sentí un ligero escalofrío. En eso llegaron los tragos.
    —¿Qué tal está? —le pregunté, por decir algo, luego de que ella apurara un sorbo.
    —¿A ti te gusta el coñac?
    —No sé. Nunca lo he tomado.
    —Oh, es muy fuerte. No es para bebedores de cerveza.
    —¿Puedo probar un poquito?
    —Si quieres… Me acercó la copita a los labios. El líquido me abrasó la garganta.
    —¿Qué tal?
    —Está bueno —mentí—. Calienta —añadí para dar mayor convicción a mis palabras. Ella se rio. Su risa era fresca, caudalosa y artificial como las carcajadas altisonantes de las estrellas de cine.
    —¿Por qué no bailamos ahora? —le dije, pues sonaba una melodía lenta.
    —¿No estás contento aquí conmigo? —me reprochó. Dejó caer una de sus manos sobre mi muslo y empezó a recorrerlo con suavidad. Experimenté una sensación agradable que pronto fue en aumento.
    —¿Te molesta esto?
    —No, no —dije—. Solo que primero me gusta bailar y después…
    —Ah, ya te entiendo —dijo, rodeándome el cuello—. Lo que pasa es que eres un romántico. Sí, un verdadero romántico.
    —Ajá —traté de sonreír—, supongo que eso es.
    Me tomó de la mano y me llevó a la pista de baile. Estaba desierta. Me abrazó y se apretó contra mí.
    —Bailas muy bien —me dijo, pero yo sabía que mentía. Me estrechó aún más y sentí la presión de su pubis sobre mi sexo, su cuerpo que se restregaba contra mi piel sudorosa. Después me cogió la cara con ambas manos y me besó. Su lengua se enredó voraz con la mía y se agitó con fuerza, golpeando repetidas veces los costados de mi boca. Nunca me habían besado de esa manera. Cuando la música cesó, se apartó y me dijo que regresaría dentro de un momento. Luego desapareció en la oscuridad, difuminándose como una estela de humo. Aguardé un rato hasta que me sentí incómodo en medio de la pista de baile vacía y decidí volver a la mesa.

***
    Cuando Alejo salió a bailar con Irma, le propuse a Hilda que los siguiéramos, pero se negó. Me besó con fuerza y me dijo que prefería que bebiéramos otra copa. Más tarde, Alejo retornó solo a su mesa. Poco después, se le acercó otra mujer.
    —¿Qué haces solito? —le preguntó ella—. ¿No estabas con una de las chicas?
    —Sí, con Irma —dijo Alejo—. Se fue por un momento y hasta ahora no ha vuelto.
    —Esa loca —dijo ella—. No tiene remedio. Es una desconsiderada. ¿Cómo ha podido dejarte abandonado? ¡Qué descaro! Pero yo no soy así.
    Se sentó junto a Alejo y se inclinó hacia él.
    —¿Me dejas hacer algo por ti? —le susurró.
    Él la miró desconcertado y no dijo nada.
    —¿Eres tímido o estás triste? Vamos a ver. Dame tu mano.
    Ella cogió la mano derecha de Alejo y la deslizó bajo su vestido.
    —¿Qué te parece? ¿No está calientito aquí dentro? Anda, invítame un trago.
    Alejo asintió.
    —¿Tú también tomas coñac? —le preguntó.
    —¿Coñac?
    —Irma me dijo que ella y su amiga solo tomaban coñac.
    —No me digas que te ha metido ese cuento. Sí, claro, le encanta pedir los tragos más caros. ¡Qué abusiva! En cambio, yo me contento con un gin con gin.
    Me entretuve con Hilda y, cuando volví a poner atención en ellos, estaban discutiendo.
    —¿Qué te sucede? —decía ella—. Si te incomodo, me voy. Dime nomás.
    —No, no —le dijo Alejo—. No te vayas, por favor.
    —Pero, ¿cómo mierda quieres que me quede si pones esa cara? ¿Qué te pasa?Cuéntame.
    —Nada, si no me pasa nada.
    —Sí, yo sé que te pasa algo.
    —No me molestes.
    —Entonces me voy.
    —No quise decir eso.
    —Mira, yo soy medio psicóloga y sé que a ti te pasa algo. Y, si me lo cuentas, te va a hacer mucho bien. No se lo voy a decir a nadie. Hazme caso. Cuéntame…
    —No sé.
    —A ver, dime: ¿qué te ha hecho tu papá?
    —Nada.
    —No te creo. Algo te debe de haber hecho esa mierda, porque todos los padres son una mierda. Yo sé por qué te lo digo. ¿Te ha pegado? ¿Te ha botado de la casa?
    —No, no.
    —Entonces, se trata de una mujer. ¿Te ha sacado la vuelta? No pierdas tu tiempo. No seas huevón. Lo que tienes que hacer es mandarla a la mierda. ¿Sabes cómo puedes joderla? Agarras un sobre, le metes dentro un papel embadurnado con caca y se lo envías por correo.
Alejo la miró con dureza.
    —¿Quieres callarte de una vez por todas, puta de mierda? —le dijo, sin prisa, pronunciando meticulosamente cada palabra.
    —¿Quién te has creído, cojudo? —dijo ella—. Se te está haciendo un favor y me insultas. ¡Anda a joder a tu madre!
    Se levantó con un movimiento brusco y, antes de irse, dio un manotazo que barrió los vasos de la mesa. Alejo se volvió y me dijo:
    —Arturo, vámonos de aquí.

Novela: Caballos de medianoche
Autor: Guillermo Niño de Guzmán
Editorial: Planeta
Páginas: 179
Precio: S/ 39,00

Vida & obra - Guillermo Niño de Guzmán (Lima, 1955)
Es periodista, narrador y guionista. Ha sido corresponsal de guerra y es autor de nueve títulos, entre los que destacan la novela "El tesoro de los sueños" (1995), la colección de ensayos "Relámpagos sobre el agua" (1999) y los libros de relatos "Una mujer no hace el verano" (1995) y "Algo que nunca serás" (2007). Ahora, Planeta reedita su primer libro de cuentos, "Caballos de medianoche", una versión corregida con prólogo y comentarios de Mario Vargas Llosa.

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