"La isla de Fushía", de Irma del Águila
"La isla de Fushía", de Irma del Águila
Irma del Águila

 — Juan Fushía, para servirle.
— ¿Fushía?

En 1958, un endeble hidroavión aterrizaba en el río Santa María de Nieva al pie de un humilde caserío del mismo nombre, estratégicamente ubicado muy cerca de la confluencia de aguas con el gran Marañón.
    A bordo iban los miembros de una expedición científica encabezada por el antropólogo mexicano Juan Comas, que recopilaba información de campo sobre los pueblos aguaruna y huambisa, además de los intelectuales peruanos José Matos Mar, profesor y director del novísimo departamento de Antropología de la Universidad de San Marcos, Efraín Morote Best, antropólogo y folklorista, y José Flores Aráoz, director de la revista Cultura Peruana. Mario Vargas Llosa, con solo veintidós años, fue invitado a unirse a esta comitiva de peso. El joven escritor ya preparaba maletas para seguir el doctorado en España, pero antes realizaría este primer viaje a la exuberante Amazonía que para él, muchacho de la urbe, era decir a otro mundo que apenas presentía a través de las lecturas de Tarzán y de ciertos seriales cinematográficos. Aquel escenario resultaba radicalmente diferente, ajeno a todo lo que a él pudiera sugerirle la palabra civilización o a lo que él entendía entonces por baluartes de los procesos civilizatorios.

— Sí, Juan Fushía… ¿Aló? Disculpe, con los años me voy ensordeciendo…

    Cristina gritaba, casi. La señal era una resonancia que se angostaba mientras Fu
shía se desplazaba por la calle, el celular en la mano y se ensanchaba metros más allá. La comunicación era endeble: en el siglo XXI, Nieva seguía siendo un punto recóndito del país.
    De las imágenes de la vida en la selva, registradas puntualmente en un cuaderno de notas, Vargas Llosa iba a retener tres historias que luego serían parte del complejo entramado de su novela "La casa verde". La primera tiene que ver con la misión católica de Santa María de Nieva, donde las monjas mantenían una escuela consagrada a las niñas de las etnias aguaruna y huambisa. Las religiosas, en un indesmayable afán evangélico, se internaban en la selva cada tanto, escoltadas por un destacamento militar, para recolectar niñas de los caseríos indígenas. Las arrancaban de sus hogares, entre forcejeos, griteríos desgarradores y lágrimas, para brindarles una educación cristiana y los rudimentos de una formación escolar. Culminado el proceso de aculturación, llegado el momento de dejar el internado, las muchachas enfrentaban un destino incierto, cuando no dramático: les quedaba regresar a sus comunidades de las que habían sido desprendidas de raíz; terminar de sirvientas en casa de algún patrón o autoridad; o migrar por su cuenta, solas, empujadas al hambre y, en el peor escenario, al ejercicio de la prostitución.

—Señorita, ¿llama usted de Lima? —preguntaba Fushía. En los oídos de Cristina resonaba la entonación cantada de los habitantes de la selva.

    La segunda historia involucra a Jum, jefe aguaruna de la localidad de Urakusa. Poco antes de la llegada de los académicos, el indígena había sido capturado por los militares y conducido a Nieva; se le colgó de un árbol en la plaza, con el torno desnudo, y se le azotó hasta que perdió el conocimiento; en el colmo del escarnio público, se le rapó la cabeza. En represalia, dijeron las voces, por la golpiza que recibiera un cabo del Ejército de manos de los aguarunas. De nada sirvió que el cacique, según los mismos informantes, se hubiera interpuesto entre su gente y el militar para que se respetara su vida. Jum, al borde del paroxismo, solo atinaba a exclamar, desfalleciente, una y otra vez, piruano soy: atrapado por el delirio, se aferraba al imposible ejercicio de la ciudadanía peruana.

—Sí, señor, llamo de Lima —y este mensaje se reproducía en un amplísimo eco—. Dee-liii-maaa.

    La tercera historia alude a un tal Fushía, comerciante de ascendencia japonesa que señoreaba en los territorios aledaños a la cuenca del río Santiago, afluente del Marañón. El japonés mercadeaba caucho, pieles y madera con los aguarunas, huambisas y shapras. Los testimonios recogidos por Vargas Llosa dan cuenta de su paso devastador por las comunidades: se había hecho de una mesnada de nativos que asaltaba los caseríos, anticipándose a la llegada de otros patrones del caucho, birlando la mercancía. El hurto de las bolas de jebe y de las pieles de animales que los indígenas cazaban en el monte, así como lo avezado de sus incursiones fluviales, fueron alimentando una leyenda negra que alcanzaba su clímax con los episodios que relataban el robo de mujeres. El personaje vivía escondido en una isla remota, se decía, sin coordenadas precisas, surcando días sin cuenta el río Santiago; ahí mantenía un verdadero harem amazónico, con sus mujeres cautivas. Vargas Llosa refiere que en los días de su primera visita a la selva, en el año 58, una niña de doce años, antes amancebada con Fushía, había conseguido huir de la misteriosa isla. Aunque él mismo no llegó a tener contacto con la niña, sí lo hizo el antropólogo Morote Best, a su paso por el poblado de Chicais. En Nazareth, Vargas Llosa recogió el relato que un lugareño hizo de una de las incursiones de la banda de Fushía a un poblado de la zona. Después de reducir a los aguarunas, el japonés se vistió de aguaruna, se pintó el rostro y el cuerpo con tinte de achiote y rupiña, y dio inicio a una celebración de lupercales: fueron horas de vertiginoso baile y de borrachera con masato y cantos febriles alrededor de una fogata, hasta caer rendido.
    De las circunstancias que rodeaban al personaje seguramente era la isla de Fu
shía la que más encendía la imaginación popular. Esa isla, señalaban las voces, estaba oculta en un lugar del bosque amazónico, río arriba, llegando a las estribaciones de la cordillera del Cóndor, la inhóspita región fronteriza con el Ecuador.

— ¿Aló?, ¿diga? —volvió a perder la voz de Juan Fushía. La telecomunicación con la selva era un evento fortuito—. ¿Usted es…? —y el eco de su propia voz saturaba la red.

    Y no más; la isla seguía siendo un punto sin referencias geográficas precisas. Mantenía una realidad incierta, casi fantasmagórica. Y siguió siéndolo para Vargas Llosa: en "La casa verde" no es posible encontrar señas precisas del paisaje isleño, ninguna alusión que pudiera servir de orientación concluyente. La novela da cuenta, eso sí, de las fatigas de Fushía y Lalita, su mujer iquiteña, por alcanzar la isla bien guarecida en la agreste selva:

…después siguieron, Santiago arriba, deteniéndose a dormir y a comer en poblados huambisas de dos, tres familias. Y una semana más tarde, abandonaron el río y durante horas navegaron por un caño estrecho donde no entraba el sol y tan bajo que sus cabezas tocaban el bosque. Salieron y él, Lalita, la isla, mírala, el mejor sitio que existe, entre el monte y los pantanos...

En "Historia secreta de una novela", Vargas Llosa sabe muy poco de la isla, apenas los rumores que la gente coloreaba a su gusto y que el escritor recogía aquí y allá, versiones a veces contradictorias, aumentadas por el espanto y el morbo popular. Lo único concreto era que la tal isla estaba, en los relatos al menos, sobre el Alto Santiago, en territorio huambisa:

En ese tiempo los huambisas casi no tenían contacto con el “mundo civilizado”, y en torno de ellos, como de todas las tribus jíbaras peruanas y ecuatorianas, corrían leyendas de ferocidad y sangre. “No vaya allá, no sea loco, los huambisas son peligrosos —le decían a Tushía los ‘cristianos’ de los pueblos que cruzaba—. Se lo van a comer, lo van a matar.” El misterioso japonés no escuchó los consejos, se internó en el río Santiago y se instaló en una pequeña isla en la parte más espesa de la región, ya muy cerca de la frontera con el Ecuador, donde permanecería hasta su muerte.

Novela: La isla de Fushía
Autora: Irma del Águila
Edición: Alfaguara
Páginas: 208
Precio: S/ 69.00

Vida y obra: Irma del Águila  (Lima, 1966)
Socióloga y escritora. Es una de las pocas autoras peruanas que cultiva el género de novela histórica. Entre sus libros figuran "El último capítulo" (2001) — finalista del Concurso de Novela Corta del BCR—; "Moby Dick en Cabo Blanco" (2009); y "El hombre que hablaba del cielo" (2011)—ganadora del III Premio de Novela Breve de la Cámara Peruana del Libro—. 

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