[Ilustración: Mind of robot]
[Ilustración: Mind of robot]
Jerónimo Pimentel


                                                          En solidaridad con Guillermo Nugent



La construcción de la memoria colectiva es una de las tareas más arduas de un Estado. Es la sangre que da sentido al cuerpo nacional. Su elaboración, sin embargo, es una tarea compleja y peligrosa, pues en ella se encuentra el germen de la destrucción del edificio que busca levantar. Quizá en la detección de esa potencia perniciosa residió una de las últimas obsesiones de Hubert Lanssiers: incluir la palabra
reconciliación en el nombre de la Comisión de la Verdad. Era el suyo un consejo con subtexto de advertencia que hemos tardado en comprender. Pero faltó hacerle algunas preguntas al sacerdote belga: ¿reconciliación con quién? ¿Con Sendero? ¿Con el fujimorismo? ¿Y quiénes formamos parte de ese “nosotros” tácito, tan cómodo, que habita en la primera pregunta?

     David Rieff, en su ensayo Elogio del olvido, restablece, desde la legitimidad moral que le da una vida dedicada a la historia y a la corresponsalía de guerra, las consecuencias de lo que él llama un “exceso de memoria”. La primera razón que sostiene es que la memoria histórica no es nunca veraz, ni puede serlo, y por tanto es siempre una construcción política predispuesta para la argucia. “Resultaría reconfortante creer que los regímenes reprobables han sido más propensos a esta práctica que los decentes, pero la realidad es que casi todos se han empeñado en la movilización y manipulación de la memoria o en su creación”, sostiene en un artículo titulado “Cumplir con el deber de olvidar”, publicado en marzo pasado en El País. En ese mismo texto señala un segundo argumento: que la sobrevaloración de la justicia, que amplía la responsabilidad del individuo a la sociedad entera, crea un país de víctimas y verdugos donde es imposible la paridad, el avance y, por último, la paz social. Rieff no propone una amnesia total: cree que a Irlanda del Norte le hizo mucho bien no recordar, mientras que a Sudáfrica le convendría más memoria. Habría que preguntarle, solo por curiosidad, cuál sería su recomendación en nuestro caso.

     Pero intentemos una respuesta. La posición de Rieff, interesante en el marco europeo, es un tanto débil en un contexto como el sudamericano, en el que los crímenes de lesa humanidad son tan recientes que los perpetradores no solo siguen vivos, sino que en algunos casos cuentan con carreras políticas activas. Las víctimas en Perú, Chile y Argentina, por mencionar tres ejemplos, no solo no han sido siempre reparadas, sino que muchas veces el propio sistema apenas se ha ocupado de ellas. Lo políticamente correcto no ha sentenciado su verdad, o esta se encuentra lo suficientemente impugnada como para considerarla una especie débil. Que el Poder Judicial haya tardado 34 años en dar una sentencia parcial respecto a las masacres ocurridas en Los Cabitos, la semana pasada, es un síntoma de esta precariedad. No se trata, como en otras latitudes, de una refriega en torno a la estatua de un general decimonónico, como Robert Lee, ni tampoco contamos con la cómoda posición de haber construido un rechazo masivo y consensuado contra una ideología para todos funesta, como puede ser el caso de Europa con el nazismo. Lo que está detrás es mucho más endeble: una democracia institucionalmente precaria, y sin embargo aspiracional, que se permite ser demasiado tolerante con las lacras que quisieron y quieren destruirla, a la vez que es incapaz de reconocer que vive una larga posguerra. No visibilizar esta condición es uno de los fallos conceptuales del gobierno de Kuczynski, lo que explica su pobre comprensión de las motivaciones del fujimorismo.

     Toda posguerra es un juego dialéctico en el que se contraponen narrativas que luchan por ser consideradas como “oficiales”. El politólogo Carlos León Moya, en un post entre indignado y paródico, pero con sumo valor confesional, ha hecho la siguiente reflexión en torno a la salida de Guillermo Nugent del Lugar de la Memoria (LUM): “‘Nuestra versión sobre el conflicto armado interno no es hegemónica. Tampoco es mayoritaria. Ni siquiera es popular. Alguien me dirá ‘pero es verdadera’. Sí, pero eso no importa. No importa quién tenga la razón, sino quien imponga su narrativa... Finalmente, el éxito de esa narrativa es un tema político, no moral”.

     El problema de esa posición es que asume que Nugent ha sido parte de ese “nosotros” (de nuevo, ¿quiénes formamos parte de ese colectivo tocado por la superioridad moral?), algo que no tiene por qué ser cierto. Pero si se aceptaran estas premisas, ¿cuál sería la función del LUM en un marco de confrontación política abierta que tiene, para colmo, antecedentes y consecuencias electorales? ¿El LUM es un campo de batalla? Más aun, ¿es eso a lo que se refiere Del Solar cuando afirma que busca proteger al LUM “de todo ataque que pretendiera desacreditarlo bajo el argumento de ser un lugar que da lugar [sic] a visiones parcializadas o sesgadas”? Si fuera el caso, lo que se debería preguntar al ministro no es menos importante: ¿qué narrativa no pone en peligro el crédito del LUM? ¿Qué valor tiene una narrativa inocua? ¿Quién se puede arrogar la construcción de discursos utópicamente objetivos y políticamente impolutos? ¿No parte todo arte de un sesgo puro y, en consecuencia, no carece todo arte de un afán de veracidad?

     En un periodo de posguerra, el LUM solo puede ser un espacio de confrontación, exposición e incluso de yuxtaposición de narrativas. El filtro que se haga de ellas será siempre político, incluso si por lo que se apuesta es por la pluralidad. No entenderlo así implica negar la esencia de un espacio que puede permitirse todo menos la asepsia o creer que, desde el Ministerio de Cultura, no se hace política. Hay que tener mucho cuidado. Los sueños tecnócratas se convierten, con facilidad, en pesadillas cívicas.


Contenido sugerido

Contenido GEC