(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)

Por: Pedro Cornejo
En momentos que la palabra justicia está en boca de todos, cabe detenerse un momento en su significado. Para empezar hay que considerar sus diferentes acepciones: ética, política, jurídica, social, económica. Por otro lado, es preciso distinguir lo que es justo de lo que es legal. En una democracia representativa, son los parlamentarios quienes elaboran las leyes (penales, civiles, etc.), pero ello no significa necesariamente, ni mucho menos, que las mismas sean justas. No obstante, se asume que hacer justicia significa aplicar la ley. Pero incluso en este supuesto —que lo legal sea equivalente a lo justo— la cosa dista de ser inequívoca. Porque, como ocurre con frecuencia, la ley suele ser reivindicada cuando a uno mejor le conviene. Ya lo decía aquella frase atribuida, entre otros, al dos veces presidente provisorio del Perú, Óscar R. Benavides: “Para mis amigos todo, para mis enemigos la ley”.

Se podrá decir, sin embargo, que en un sistema judicial que no esté erosionado por la corrupción y en el que los jueces sean probos, al menos la aplicación de la ley está garantizada. Asumiendo semejante cosa —bastante improbable, por cierto, sobre todo en el Perú—, ello no significa que los jueces serán infalibles, sino, en el mejor de los casos, que dictarán sentencia en rigurosa obediencia a lo que les dicta su interpretación de los hechos, las pruebas y las leyes; es decir, a lo que les dicta su conciencia. Y ello, sin duda, no es poco. Es más: se podría decir que es lo máximo a lo que las sociedades humanas pueden aspirar dentro de una racionalidad jurídica que hace del imperio del derecho la conditio sine qua non de la administración de justicia. Una racionalidad que, como se sabe, tiene sus raíces en la antigua Roma.

No hace falta recordar que la palabra justicia proviene del término latino iustitia y que este deriva de ius, que significa derecho y también justicia. Al respecto es pertinente recordar la importancia del pensamiento de Cicerón, quien, en Sobre la República, definía esta forma de gobierno como una multitud unida por la obediencia a una ley y por buscar un bien común que esté por encima de los intereses particulares que, como decía el filósofo romano, son los que generan las discordias. En qué consiste este “bien común” es cosa sobre la que no terminamos de ponernos de acuerdo hasta hoy, pero si queremos utilizar una formulación minimalista, podemos decir que está conformado por aquello que la comunidad de ciudadanos está de acuerdo en valorar y defender.

Esto no supone que los individuos tengan las mismas prioridades dentro de sus respectivas escalas de valor y menos aún que exista un consenso en torno a los bienes que consideran como deseables. Sin embargo, esto no excluye el acuerdo sobre valorar, en un modo que no necesita ser específico, el bien común. Esta manera de plantear el asunto no pierde de vista el carácter humano, demasiado humano del Estado, de las leyes que lo rigen y de los jueces que administran justicia. El Estado no es, pues, desde esta perspectiva, la escuela de las virtudes, y su ley no es un ejemplo positivo de la ley universal de la razón o de una hipotética justicia divina. Antes bien, su misión no sería otra que la de garantizar ciertas condiciones mínimas de equidad, libertad y paz social, indispensables para que cada uno realice y tenga lo que le corresponde; es decir, aquello que busca sin que, al hacerlo, ponga en peligro lo que Rousseau entendía como “el interés general”. Ahora bien, ¿es eso factible en nuestro tiempo?

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