[Foto: Archivo personal]
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Jerónimo Pimentel


Mi padre sostiene que para ti soy un gato grande, gordo y curiosamente lampiño que por alguna razón se empeña en vivir parado en dos patas y que, con una generosidad que agradeces pero no entiendes, te sirve comida y te provee de abrigo. Mi padre cree que para un gato, todos los demás somos gatos. Hay algunos estudios que nos informan cómo es la visión felina: solo alcanza distancias cortas, carece de la saturación de color que disfrutamos los humanos pero, a cambio, es mucho más sensible a la luz y, por eso, ellos se desenvuelven tan bien en la noche. Lo que no nos dice la ciencia aún es qué figuras construye esa luz cuando se convierte en electricidad en sus pequeños cerebros. Haruki Murakami, en Kafka en la orilla, intenta una opción cuando le concede habla a un minino en sus páginas: “atún, atún”; “caballa, caballa”, le hace repetir incontinentemente a un gato loco. Natsume Soseki, más piadoso, adopta dicho punto de vista en Soy un gato y describe, con compasión, la primera impresión que le causa un humano: “En primer lugar, hablaré de su cara: por lo que yo sabía, las caras de todo bicho viviente suelen estar cubiertas de pelo. Sin embargo, la suya estaba lisa y pulida como la superficie de una tetera. He conocido a lo largo de mi vida a muchos gatos, de orígenes diferentes, pero ninguno tenía una deformidad de ese tipo”.

¿Me viste siempre así tú? ¿Qué dirías si hablaras? Después de todo, si asumo la tesis Pimentel-Soseki, yo debo haber sido algo más que paisaje para ti. Es lo que me gusta pensar, pero es solo una opción. Los ronroneos ante la lata a punto de abrirse, las peleas contra mi brazo derecho mal recubierto por medias, las traumáticas visitas al veterinario, la caza furtiva de una polilla perdida que aparece de pronto, agonizante, en mis sábanas, y el silencio al lado, siempre el silencio al lado. Todo ello puede haber sido, como sugiere cualquier manual o página web, solo hambre, juego, miedo, instinto predador y sueño, respectivamente. Pero me resisto al determinismo biológico y elijo aumentar una capa de sentido, sobreponerla a la etológica, y ensayar otra serie de respuestas: agradecimiento, complicidad, confusión, gratitud y compañía.

[Foto: Archivo personal]
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Ahora que te extraño escojo de nuevo no saber, no valorar, no interpretar. Pienso: lo que nació felino no puede ser humano. Pessoa se preguntaba, a través de Alberto Caeiro, cómo nombrar lo inefable. “Pero si Dios es los árboles y las flores/ Y los montes y el rayo de luna y el sol,/ ¿Para qué le llamo Dios?/ Le llamo flores y árboles y montes y sol y rayo de luna;/ Porque si Él se hizo, para que yo lo vea,/ Sol y rayo de luna y flores y árboles y montes,/ Si Él se me aparece como árboles y montes/ Y rayo de luna y sol y flores,/ Es que Él quiere que yo lo conozca/ como árboles y montes y flores y rayo de luna y sol./ Y por eso yo lo obedezco”. Obedezco, entonces. Zizou, amparado por este monumento luso, te llamo gato, y me resisto a entender tu comportamiento de otra forma que no sea minino, y provisto por esa claridad me rehúso a interpretar tus bigotes, tus bostezos y los movimientos de tu cola.

Hay otra opción: juzgar a partir de los efectos que produce tu presencia en el entorno, en los otros. Podemos enumerar: un juego de muebles de tres cuerpos convertidos en basura; seis cortinas inutilizadas para satisfacer el estiramiento diario de tus garras retráctiles; esa taza de café que lanzaste desde la mesa del comedor con algo que solo se podría calificar como intención; demasiados rollos de papel higiénico desperdiciados en el suelo —una pista aún no descubierta sobre cómo entrar a tu mundo—; la esquina diestra de la cama, incorporada a tu reino con la prepotencia de tus uñas; dos almohadones sobrepuestos sobre un baúl que fueron más hogar que esa casita ridícula que compré, tontamente, en la tienda de mascotas; el sueño, interrumpido por tu rutina matinal; y cualquier cosa que brillara y sonara, lo que me reveló una de tus debilidades: tu fascinación por el bling bling.

[Foto: Archivo personal]
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No seamos mezquinos. Hubo también momentos estelares, como aquella vez que subiste al repostero de la cocina cuando yo intentaba un monólogo absurdo para impresionar a alguien y tú, en control de la situación, me tiraste la canasta de paja en la cabeza para callarme. ¿Algo más íntimo? Aquella mosca capturada al vuelo en una demostración de fuerza y agilidad tan voraz que sentí cómo el departamento se convertía, por un minuto, en una pequeña y doméstica selva.

Pasaré por alto los vómitos casuales, la segunda vez que nos peleamos de verdad y la forma en la que, serenamente, me alertaste de aquel temblor cobijándote debajo de la mesa. Tú harás tu parte y olvidarás mis viajes y ausencias. Ambos aprendimos lo que los boleros les enseñaron a las generaciones previas: la posesión es una delusión del ego; ni yo fui tuyo, ni tú fuiste mío. Y ahora el departamento no nos pertenece más. Por eso, si alguien nos quiere recordar, que sea sin pena. Dos animales se acompañan. No hay espectáculo más bello.

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