
Los limeños amamos el invierno como nuestra estación natural, aquella que define nuestro espíritu. El color de nuestra ciudad no es el azul de La Habana o el amarillo de Rio de Janeiro o el blanco y negro de Nueva York. Somos conocidos por el gris que es el color del cielo y de la neblina (y de la incertidumbre y del misterio). No tenemos muchas canciones ni novelas ni poemas dedicados al verano –esa época festiva de horarios libres-, pero en cambio hemos dado un status artístico al invierno. En el inicio de La Casa de Cartón, Martín Adán lo definió como “raro invierno, lelo, frágil”, una cualidad poética que subyuga a ese niño que mira el mundo desde su casa de Barranco. El inicio de otro gran libro Conversación en la Catedral describe la Avenida Tacna como un escenario de “automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris”, lo que da lugar a la famosa pregunta de esa novela. Unos años antes, en Los Gallinazos sin plumas, Ribeyro había hablado de “la hora celeste” donde “una fina niebla disuelve el perfil de los objetos y crea como una atmósfera encantada”. Más radical, Sebastián Salazar Bondy hace una definición y una pregunta: “Lima, rostro que ha tallado en la niebla su gesto menos glorioso, color que se disuelve en el cielo como un azúcar mortecino, paz que se extiende entre una nube y una lágrima, ¿cómo eres?”
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La música criolla no ha vivido ajena a las condiciones de la neblina y el invierno limeño. El maravilloso one step de Felipe Pinglo celebra la estación: “Llegó el invierno con sus rigores, las bellas flores a hacer sufrir. Ellas marchitas llenas de pena al fin tuvieron que sucumbir”. Más duro es Samuel Joya que en su Tristezas de invierno canta: “Al tender sus tentáculos negros en las calles de mi gran ciudad esas noches tan crudas de invierno un misterio en su seno traerán”.
De todas las menciones a la neblina limeña por supuesto la más impresionante es la que hace Herman Melville en el capítulo cuarenta y dos de su obra maestra Moby Dick. Es allí donde afirma que Lima es “la ciudad más extraña y triste que pueda verse”. Esa cualidad no se debe a los terremotos que derriban catedrales ni a los embates de sus frenéticos mares sino a otro motivo. Lima es una ciudad que “ha tomado el velo blanco y existe el mas alto horror en esa blancura que define su tribulación”, lo que hace que mantenga “siempre nuevas sus ruinas”. Melville define esa “rígida palidez de una apoplejía que define sus propias distorsiones”. Más adelante uno de los personajes afirma: “No hace falta viajar. Todo el mundo es Lima”. En su libro Viajes y viajeros extranjeros por el Perú Estuardo Nuñez analiza estos pasajes y también recuerda la descripción poco halagüeña que hizo Robert Louis Stevenson del Callao, poco tiempo después de la estadía de Melville en Lima (entre fines de 1843 y comienzos de 1844).
Pero de todos los escritores, quien logró introducir la neblina como una atmósfera interior fue José María Eguren. En esos versos de Simbólicas y de otros libros, las figuras desrealizadas, espectrales siempre aparecen como la expresión de un invierno esencial. Es la estación que amamos sin saberlo. Pero habrá algo de luz en medio de estas nubes terrenas que ya nos cubren.