Aprender a debatir, por Jerónimo Pimentel
Aprender a debatir, por Jerónimo Pimentel
Jerónimo Pimentel

El sistema cultural letrado, si existe tal cosa, guarda algunas ironías. La principal, a mi modo de ver, es que el aumento de publicaciones y el crecimiento de las librerías en la última década, todas marcas de fácil comprobación estadística (piénsese en el mundo editorial antes de la Ley del Libro y después de él, por todo ejemplo), no ha venido acompañado de un debate de calidad, lo que se explica no solo por la ausencia de ideas sino por la falta de interlocutores con vocación de esgrimirlas.

Hay algunos factores que ayudan a construir esta imagen. Uno de los principales es que si antes el intercambio ocurría en la prensa escrita —lo que implicaba respetar la pausas, la periodicidad del tiempo predigital, lo que es de suponer daba un tiempo mínimo para la reflexión y la respuesta, a la vez que obligaba a confiar en una instancia moderadora que regulaba las intervenciones—, la selva digital convierte el debate franco en una guerrilla de baja intensidad, donde las pullas, el anonimato y la búsqueda de efecto reemplazan a las posiciones, la decencia mínima de poner cara a un argumento y algo que podría denominarse consistencia. En la maraña de likes y compartidos —o su ausencia—, el interesado, el polemista, debe adivinar las adscripciones y los rechazos, con el resultado inevitable de la ambigüedad. Los mejores intercambios son los que antes de empezar acaban con el ya típico: “Este no es el espacio para una discusión seria”. Lo que queda es el reino del capricho y la sentencia.

La nostalgia es mala consejera e invita al error usual de idealizar el pasado. Manuel González Prada y Ricardo Palma intercambiaron bajezas y el hijo de este último, Clemente, practicó la maledicencia incluso con Vallejo. Sin embargo, no recordamos de ellos sus momentos de debilidad —o no deberíamos—, pues se entiende que a un artista se le debe juzgar por lo mejor que hace. A González Prada se le debe el inicio de la poesía moderna en el Perú; Ricardo Palma creó su propio género expresivo y luchó, a su manera, contra el colonialismo lingüístico; a su hijo se le reconoce la primera novela de ciencia ficción escrita en estos pagos. En cambio,  resumir la importancia de Vallejo en unas pocas líneas es un ejercicio imposible del que pido exoneración. Lo que se puede decir de ellos es que más allá de su curso creativo, supieron plantear posiciones estéticas e ideológicas sin temor a las consecuencias. ¿Cuándo eso dejó de ser deseable?

A mediados del siglo XX, la poesía peruana se dividió entre comprometidos y puros; luego la separación la produjo la matriz, hispana o anglosajona; y ya en la década del setenta Hora Zero planteó el poema integral como alternativa al culteranismo. En los años siguientes, la discusión sobre lo lírico acabó con la polémica sobre la preeminencia del tono conversacional contra el surgimiento de textualidades distintas como el neobarroco. En cualquiera de los casos, los escritores asumían que el campo poético era relevante para la formación o entendimiento tanto de lo literario como de lo nacional. Es conmovedor.

Estas controversias surgieron de manera paralela entre los narradores, cuyo hito se puede establecer en el duro intercambio entre Cortázar y Arguedas que, de una manera apurada, se podría reducir a la dicotomía entre literatos profesionales contra eso que Vargas Llosa llamaba telúricos y magnéticos. Fernando De Szyszlo, en sus memorias, ha recordado lo que significó la incorporación de lo abstracto en las artes plásticas locales, y los dramaturgos tienen muy presente con qué fuerza arremetió, en las tablas peruanas, la incorporación del teatro popular y colectivo. Si hace falta un mejor ejemplo, baste decir que cualquier persona más o menos involucrada en estos asuntos tiene una idea de lo que significó, en 1975, que se le otorgue el premio Nacional de Cultura al retablista Joaquín López Antay.

No es este un llamado a la vieja posición sartreana de reclamar un compromiso. Cada autor, cada artista, cada intelectual debe sentirse libre de opinar o callar. Pero así como no se puede forzar a nadie a participar en un debate en el que no quiere involucrarse, sí se podría exigir que, en aras de elevar la discusión, las desavenencias se ventilen con un mínimo de formas: la buena fe, esa especie tan ajena en los tiempos de la posverdad, es un buen inicio; lo que puede seguir es tentar el difícil rol del funambulista, aquel que sabe que no tiene la razón pero, a su vez, cree que esta no se develará a través del silencio, la ironía o el cinismo, sino con honestidad intelectual. No es poca maniobra ni poco equilibrio.

 A lo que sí nos deberíamos oponer es a las miserias que cotidianamente ofrecen las redes sociales, pues ya conocemos los riesgos de adentrarse, con sentido de aventura, en la producción académica, bajo la hipótesis —no confirmada— de que en esa arena se libran batallas más provechosas. ¿El ciudadano que rehúye el hermetismo y la minucia no merece algo más?

Contenido sugerido

Contenido GEC