El baile de los que sobran, por Jerónimo Pimentel
El baile de los que sobran, por Jerónimo Pimentel
Jerónimo Pimentel

La escena se repite: el tipo está frente a la chica, el paisaje de fondo es perfecto, un amanecer o un atardecer, qué más da, algo acaba en el horizonte y es hermoso, eso es lo que importa, la tensión erótica se encuentra en su punto de hervor: ellos no saben si se odian o se aman pero son conscientes, ¡por fin!, de que el dilema solo se resolverá con un beso; el encuentro es inevitable, la única forma de resolver el misterio de ese extraño magnetismo es dejándose llevar, pero, cuando lo único que tiene sentido es que los labios se acerquen, lentamente, tan lentamente…

La escena se repite: ella regresa a casa decepcionada, él ha fallado una vez más, no se presentó a la cita en la que se definía si, por fin, abandonaría su vida burguesa o si, por el contrario, dejaba todo para irse con ella al único lugar seguro para los amantes, es decir, el amor; fue la última oportunidad que la vida les dio para probarse que ellos eran, es decir, que ellos son, pero ahora resulta que la realidad no resiste el plural: ella está sola frente a un espejo oxidado en un horrible cuarto de pensión alquilado, hay una verdad íntima que la cámara debe revelar cuando se inclina a desmaquillarse mientras el rímel corre por su mejilla, pero, cuando el plano se sostiene y es imposible que no ocurra algo más que una revelación…

La escena se repite: el mundo es anodino, la vida es lo que ocurre mientras uno pierde el tiempo en un tráfico tan traumático, tan detenido, tan californiano, tan japonés, que solo se podrá resolver si emerge Godzilla de las profundidades o desciende una nave nodriza o si, como en Un día de furia, un señor aparentemente serio abandona su carro y va en busca de su hija con un rifle en la mano dispuesto a aniquilarlo todo, o si, como en The OA, una mujer con cara de haber sido abducida corre por el medio de la pista y te mira fijamente antes de tirarse del puente, pero nada de eso ocurre, la acción, a punto de explotar, no da paso a un estallido grotesco de violencia, en cambio…

La escena se repite y, por alguna razón que se me escapa, los actores miran a la cámara y se ponen a bailar. A veces también cantan.

Debe existir un infierno reservado para todos aquellos que detestan los musicales. En él, Ryan Gosling —por lo demás, un buen actor— intenta su imitación de Gene
Kelly una y otra vez y, a pesar de que la coreografía pueda ser correcta, a pesar de que los pasos están contados tal cual lo manda el libreto, el resultado tiene el mismo encanto que el vino colombiano o esa mazacotuda forma en la que los argentinos preparan el arroz: alguien les debió decir que así no se hacen las cosas.

Puede que la culpa también sea del (ojo del) espectador. Hay quien, con todo derecho, acepta o resiste tal o cual pacto de verosimilitud. Por ejemplo, hay quien soporta la aparición de un marciano en su jardín como si fuera costumbrismo, quien se ruboriza con el juego de sábanas y claroscuros del soft porn como si ese pálido remedo de gimnasia fuera sensual, quien acepta que las mascotas hablen en las fábulas animadas —donde siempre los perros vencen a los gatos (horror)— sin plantearse un asomo de reparo, y quien, con complicidad, disfruta los juegos de artificio que rodean las películas de acción de Tom Cruise y Bruce Willis como si se tratasen de espectáculos sofisticados. ¿Por qué diablos, entonces, sería cuestionable que la emoción se exprese a través de melódicos bailes y sofisticadas coreografías?

Hubo una época en la que el cine no tenía que hacerse estas preguntas. Bailando bajo la lluvia, West Side Story y The Band Wagon vivían en el ingenuo placer de descubrir las posibilidades del cine sonoro, adaptando el vodevil a la pantalla grande. Había una alegría implícita en prescindir del idioma y en desarrollar una emoción o un nudo argumental con tarareos y en el idioma universal de los cuerpos desplazándose al son de un tema. Pero en un punto esa expresión se volvió nostálgica, los cortes musicales se convirtieron en pausas o relleno decorativo y lo único capaz de transmitir esos insertos escénicos fue aburrimiento, tristeza y una desvergüenza horrorosa (piénsese en Los miserables). Hubo algunos intentos por salvar el género gracias a tramas justificadas, como 8 Mile y Walk the Line, pero estas películas están por naturaleza más cercanas al biopic que al musical. Luego, bodrios como Nine o Mamma Mia! dejaron claro que, para todo efecto, este estanco estaba agotado. Felizmente.

La La Land, con su inmenso arsenal de guiños y parodias a la industria y al pasado, es el último esfuerzo por traer a la vida un género muerto. ¿Es probable que esa colección de simulacros de baile pueda empatar con el espíritu de una generación que vive el amor como si fuera eso, una representación? ¿Esa frialdad, esa ausencia absoluta de química y conexión es una estratagema para empatar con los millennials? ¿Desde cuándo hacer una obra derivativa es un mérito cinematográfico? ¿Desde El artista?

Ganará todos los Óscar del mundo, sí. Pero nada más.

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