La cuestión de la zunga, por Jaime Bedoya
La cuestión de la zunga, por Jaime Bedoya

Llega un momento crítico en la vida del varón maduro en el que tiene que enfrentarse a tres encrucijadas decisorias: la ginecomastia, la mariconera y la zunga.

La primera requiere dignidad, ciencia médica y una tardía administración de los recursos falaces del escote. La segunda es una batalla que se pierde en nombre de la funcionalidad, aunque en su auxilio llega oportuno, camuflado de ordinariez, el canguro.

Pero el tema de la zunga supone traspasar los linderos elementales del decoro más primario, transgrediendo un nivel ínfimo de autoestima para adentrarse en la galaxia del desenfado libérrimo, el quechuchismo puro. Entonces se grita al viento de la opinión ajena cuánto y cómo le resbala lo que aquella piensa. Declaración que se desliza con desparpajo por la misma imperfecta anatomía que se exhibe enmarcada en la cuestionada prenda.

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Un viaje relámpago de trabajo me ubicó en la capital mundial de la zunga, Río de Janeiro. En honor a la verdad es antes que eso capital mundial de la tanga y del hilo dental, sugerente dualidad que rinde culto a la gluteus maximus de la mujer brasileña y su herencia calipígica africana: el bumbum, tácita pièce de résistance de ese himno al balanceo corporal que es  “Garota do Ipanema”.

Pero mientras que las palabras de Vinícius de Moraes y la música de Tom Jobim hicieron poesía del tema, a nadie se le ha ocurrido la temeraria idea de hacer lo propio respecto a la zunga. El tema persiste sin canto ni gloria como un elefante a ignorar en las playas de Río.

Los pobladores de la bahía de Guanabara eran aborígenes desnudos o en taparrabos, dicta el contexto respecto a cómo comenzó esta historia.  La práctica de la caza submarina reclamaba el uso de la prenda más liviana posible para fluir bajo el agua, situación que luego coincidió en el tiempo con el desarrollo norteamericano de las ropas de baños olímpicas hechas a base a nylon y licra; que al llegar a Río lo hicieron para quedarse en sintonía con la historia, el clima, y la desinhibición corporal más grande del mundo.

La razón más sensata acerca de la propagación de su uso la dio un brasileño racional: a los cariocas no les gusta tener las piernas de dos colores.

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No pocas ventajas le son atribuidas al uso de la zunga. Entre las más importantes se ensalza su rápido secado, fácil portabilidad y comodidad ergonómica, la misma que aseguran sus defensores favorece el mejor lucimiento del paquete de oportunidades viriles que su usuario ofrece a la audiencia. De esta función se desprende su sobrenombre de “ropa de baño con nariz”.

Pero esta última ventaja es al mismo tiempo su mayor riesgo. Es cierto que la zunga, breve y ceñida, es naturalmente honesta respecto a cualquier grado de ventaja genética o entusiasmo primaveral del usuario. Pero su transparencia se aplica con la misma severidad a la hipótesis negada, según código de género, de haber nacido signado por la modestia.

Aun así no fuera este el caso, ni el más varón se escapa a las leyes de la termodinámica. Nos referimos a las temidas consecuencias del llamado “efecto tortuga”, fenómeno natural archienemigo del zunguista. Este se manifiesta por los efectos vasoconstrictores del agua fría sobre las partes nobles masculinas, que evidencia un evento similar a cuando el susodicho reptil esconde provisionalmente su cabeza ante una amenaza.

Son momentos en los que frases como las que le dan nombre a esta a columna encuentran su razón de ser.

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