Labores agrícolas, columna de Jerónimo Pimentel
Labores agrícolas, columna de Jerónimo Pimentel
Jerónimo Pimentel

A las 6:30 a.m. parte la combi desde el restaurante La Mar, en Miraflores. En invierno la mañana es oscura y no se termina de aclarar hasta que el carro cambia La Marina por Faucett. Poco a poco, el paisaje se transforma de urbano acomodado a urbano emergente y, luego, lentamente, con esa naturalidad con la que un clima deja de serlo, la arena gana al asfalto y los postes eléctricos a las palmeras. La combi, con dificultad, pierde Ventanilla y deja atrás los humedales para internarse hacia el este, un espacio donde solo es posible encontrar dunas y sueños. Impecables, bajo la idea de que no hay carencia que justifique la falta de civilidad e higiene, los alumnos llegan de todas partes de Lima y Callao. Tampoco hay privación que excuse la impuntualidad. El régimen es estricto, como la vida. De eso trata la educación.
     El profesor, que apenas merece tal nombre, pide un café para romper el marasmo del viaje. Frente a él, ojos inquietos, risas, un poco de disfuerzos, pero sobre todo expectativa y atención. La labor suena absurda aunque es totalmente lógica: enseñar lectoescritura a unos chicos que se preparan para ser mozos. Hacen sentido las clases de cocina, de inglés, no tanto las de religión, pero sí las catas de café y cerveza. ¿Pero leer y escribir? ¿Para qué?, provoca preguntar.
     La cultura, ha dicho el director de la carrera, no debe ser compartimentada, pues por principio es holística, transversal e integradora. Me ha provocado responderle que es inclusiva, pero no se trata de distraer la conversación hacia la política. La misión es clara: despertar, si hay suerte, una leve curiosidad que, con el tiempo, tornará en cosecha. Por qué no decirlo, una labor agrícola. Las herramientas están a mano: "El festín de Babette", las crónicas de Jorge Salazar, algunos juegos de sinestesia y proponer, casi espontáneamente, ese espacio terapéutico de confesión y verdad que regala el papel, el lapicero y media hora de composición libre. Las carpetas se distribuyen en semicírculo. El profesor juega a serlo y cambia a los estudiantes de lugar para evitar que la chacota se convierta en bullicio.
     A un lado, Pachacútec se extiende como un milagro cotidiano, al que ya nos hemos acostumbrado. Qué rápido se nos hace costumbre lo excepcional. En otro punto, el horizonte es de lo más hermoso que se encuentra en la provincia: el mar reclama su reino a un acantilado donde apenas se erige un convento de monjas de claustro. Son nórdicas, me cuentan. Cuesta no pensar que su encierro, por la belleza de la contemplación que se les ofrece, es una forma de egoísmo. 
     En el recreo, conversar. Algunos cuentan sus historias mientras acaban el quáker o algún panecillo y el profesor no puede dejar de notar que estas anécdotas tienen tal nivel de crudeza que, en el contraste, las novelas de Victor Hugo parecen folletines de prensa rosa. No hay, sin embargo, queja ni melancolía: solo uno que otro momento malo, eventual y efímero, que nunca acaba de empañar un optimismo vital y contagioso, tan encendido que por momentos avergüenza a la natural tristeza metropolitana. Los problemas son más graves, sí, pero puertas adentro son los mismos: un amor no correspondido o un desplante amical. Cuando se explora con detenimiento surgen apuros con raíces más profundas: por qué hablar si se ha sobrevivido tanto tiempo callado, cuándo es riesgo y cuándo descortesía no mirar de frente a la cara de quien te habla, qué contar y qué ocultar, cómo disfrazar el quechua natal o esquivar esa pregunta cuya respuesta es un abandono o una orfandad. 
     Hay remedios: tutores, mentores y un programa diseñado para mantener las columnas vertebrales rectas. Hay alicientes: el principal es que no nos podemos permitir el lujo de fallar. Hay, finalmente, ilusión: la gastronomía peruana no busca ser arte ni jugar a la vanguardia, sino poner en valor la bodega local, la cadena de producción y convertirse en un vehículo de movilidad social. No hay metas más nobles. 
     Hacia el final del día, en el camino de vuelta, que por alguna razón siempre es más corto que el de ida, un lugar común se hace convincente: quien más aprende es quien en teoría enseña. El profesor lo sabe en cada retorno, pero también dos años después, cuando ocasionalmente, en Tanta, Maido, Malabar y otros restaurantes peruanos, se encuentra con los chicos que antes ocupaban los pupitres y ellos se acercan, con una sonrisa, a saludar y contar sus experiencias, qué ha sido de sus vidas y qué ha sido de sus mesas.
     Ellos son Carlos, ‘Pollito’, Wendy, Jimy, Leidy y Jersson.
     El colegio es la institución educativa parroquial Luisa Astrain.
     El responsable de este fenómeno es Ignacio Medina. 
     Eso es en lo que pienso cuando escucho hablar de Mistura. Eso y no en el chancho al palo, ni en el polvo en los zapatos, ni en el tráfico de la Costanera.

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