Una mañana con Nacho Vegas, por Jerónimo Pimentel
Una mañana con Nacho Vegas, por Jerónimo Pimentel
Jerónimo Pimentel

O el fragmento de una mañana, digamos.

La primera sorpresa es que no hay sorpresa; baja al lobby del hotel caracterizado como lo que es, una estrella de rock: los Ray-Ban, el pelo cuidado en un punto que solo se podría calificar como femenino, los jeans desgastados con doble basta, un polo viejo y botas negras. Es reconocible, sí, pero la distinción obliga a unas preguntas: ¿qué es una estrella de rock cuando dicho estatus está constreñido a ídolos de nicho y ya no al mainstream? ¿Qué es una estrella de rock en una época en la que el consumo musical no se realiza ya a través de la compra de soportes físicos, sino de la suscripción a un servicio? ¿Y qué es una estrella de rock cuando la lejanía, el alimento de la adoración, se diluye por las redes sociales y la promesa tecnológica de la interactividad? Y finalmente: ¿qué hace una estrella de rock en el Perú?

En la distancia corta las marcas de estilo se deshacen en el acento español y en la espontaneidad de las maneras. Se puede percibir cierta timidez mal escondida, algo que parece emoción genuina y quizá, incluso, curiosidad por el otro. Las preguntas son primero de desconcierto ante un presente griego: una novelita sucia de mi autoría que lo tiene de personaje y que, de alguna forma, es el puente que da inicio a la conversación. Vegas dice: “Lo único que te puedo decir es que este libro debe tratar más de tus obsesiones que de las mías”, una defensa amable que trata de delinear una frontera entre la persona y el personaje. Hay algo de asombro también, uno que recuerda al del monstruo que, en las películas de Disney, se asusta ante la presencia del niño que según la convención le debe temer (el niño soy yo). Luego utiliza el protocolo: “Si me gusta, te lo haré saber; si no me gusta, te diré que está bien escrito”. Y ríe. Es una buena noticia; ha pasado ya el embarazo y podemos conversar.

Lo primero que salta a la mesa refiere a su cambio de trovador sentimental de los millennials a cantor de la decepción política de los mileuristas. Vegas concede que de "Actos inexplicables" a "Canciones populistas" hay una clara metamorfosis que responde al cambio del paisaje social español del 2008 en adelante; es decir, de la preocupación por formar una escena indie en Gijón y encontrar, en el camino, algo que se parezca al amor, a resistir el penoso hábito de que las noticias del día dejen de ser musicales y sentimentales a ser solo reportajes sobre la tristeza de los desahucios y la sobrevivencia después del paro. Le pregunto si eso lleva a una militancia política, o mejor dicho, cuál es el límite en el que la sobreconciencia afecta al artista, y contesta que a ello no ha llegado pero al activismo sí. Se hace inevitable, por cierta broma referida a la persistencia del apellido Fujimori en la vida peruana, saber si está enterado de aquello que aquí ocurre entre elección y elección; la respuesta es un deseo de entender qué puede llevar a millones de personas a la reincidencia, ya no tanto dinástica, sino ideológica. “Sería bueno que, después de veinte años de consenso en el Perú, exista al menos una grieta para considerar otras propuestas”.

La conversación musical ofrece más luz que PPK y el PP, pero las oraciones aparecen ahora como rayos un poco inconexos que así como iluminan descubren sombras. Por ejemplo, decir “que la autoría está sobrevalorada por la industria” parece una frase inteligente hasta que uno se percata de que, hasta "El manifiesto desastre", todos sus LP lo llevan a él en la portada. Por ejemplo, decir que “los discos no son fines, sino medios”, pero no repreguntar ¿de qué? Vegas tiene, eso sí, un deseo genuino por diluir la singularidad a través de un recurso ineludible: el individuo. No pasa nada, de alguna forma todos deberíamos tener el derecho a vivir con ciertas contradicciones con la misma comodidad con la que él es capaz de pasar de una colaboración con Enrique Bunbury a otra con Christina Rosenvinge y a otra con Xel Pereda. La consistencia es una bonita palabra pero no necesariamente es el mejor motor artístico.

Luego, mientras se cumple el tiempo programado, tratar de averiguar qué es lo que espera del concierto en Lima. La respuesta es tierna y casi parece una confesión:
“Que vaya alguien y no me deba presentar ante un teatro vacío”. Luego ríe y matiza (“sé que se han vendido ya algunas entradas”), pero se mantiene esa sensación de fragilidad que tanto bien hace al artista, sobre todo cuando ya tiene cierto recorrido y las giras se pueden convertir no en la oportunidad de dar con hallazgos, sino solo otra expresión de la inercia, de la rutina.

La conversación acaba y en las sesiones de fotos el ciudadano español vuelve a ser un ídolo. Las gafas bajan y la pose busca la cámara y el tres cuartos con naturalidad.
A su favor, la generosidad: una edición autografiada de su última placa es el último objeto que formará parte del altar laico de este columnista. No es poco, si se cuenta lo que recibió a cambio.

Después, el concierto demostrará la superioridad de la música sobre la palabra, del rock sobre el periodismo y de Nacho Vegas sobre su imitación. Pero esa ya es otra historia.


 

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