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A contramano de muchas producciones actuales, Patria ( HBO), la adaptación de la novela de Fernando Aramburu, es una miniserie compuesta con herramientas tradicionales: apuesta no tanto por la velocidad de los cambios argumentales como por el tiempo despacioso del melodrama, que, capítulo a capítulo, añade capas de información y significado. Busca hondura en el dolor y se detiene en él en vez de convertirlo en un efecto. No busca explicaciones ni respuestas sencillas a conflictos complejos. Más bien, dibuja un horizonte en el que todos los personajes son, en algún grado, víctimas y, por tanto, les toca cargar no solo la responsabilidad que conllevan sus acciones, sino también culpas ajenas.
Al espectador peruano el drama del pueblo vasco, la construcción y caída del movimiento terrorista ETA y la respuesta de la dictadura franquista le dejan un sabor amargo y próximo. La historia obliga a que la conversación derive en el conflicto armado interno de tal forma que, detrás la historia de Bittori, Txato, Miren, Joxian y Joxe Mari, se vislumbran las sombras de Sendero Luminoso.
Hay diferencias: incluso en su crueldad, los atentados de ETA carecen de la ferocidad polpotiana que Abimael Guzmán implantó a este lado de los Andes. Los objetivos y las motivaciones varían también: lo de ETA, tal como figura en la serie, tiene como excusa la represión franquista y la romantización de una identidad nacional más bien decimonónica, que empieza a desfasarse solo a partir de la transición española. En el Perú, la lucha armada estalla simbólicamente en elecciones democráticas y se desarrolla casi íntegramente durante ella con una brutalidad a la que cuesta encontrar precedentes.
Hay similitudes, como los entusiasmos iniciales. Los funerales de los etarras recuerdan al de Edith Lagos. Pero no solo eso: los lazos rotos, la división social, el hostigamiento, los cupos, las migraciones forzosas, las delaciones, el silencio y la indolencia son las consecuencias comunes del fuego cruzado entre terror y represión.
Hay aciertos: un trabajo delicado de primeros planos contrapuesto a panorámicas de lluvia y neblina, que son tanto símbolo como paisaje. La posibilidad y el límite de la propuesta de HBO parten de la idea de abordar el conflicto vasco a través de dilemas: la patria versus el individuo, las ideas versus los afectos, el rencor versus el perdón.
Hay objeciones: la resolución argumental es de brocha gorda. La propuesta, de manera maniquea, siente una necesidad de construir legitimidad a partir de un quiebre —en este caso gratuito (Arantxa, hasta aquí los spoilers)—. Pero, sobre todo, preocupa la equidistancia ante las dos violencias, la de ETA y la del Estado. Esta posición, fiel a un correctismo poco honesto artísticamente, queda tan subrayada que deja de ser verosímil.
La pregunta final sería si, luego de esta larga temporada tanática, vale la pena revolver el pasado para enfrentarnos a los problemas no resueltos de otros tiempos, de otros pueblos. La respuesta es sí, siempre. Porque nos recuerda que la promoción vehicular de la muerte como herramienta política, así sea a favor de una causa de apariencia justa, se revela incapaz de resolver una simple pregunta: ¿sobre qué autoridad, con qué legitimidad moral, alguien decide quién debe vivir y quién no? No se trata de ignorar el rol de la violencia en los movimientos de la historia, sino de entender cuál es el lugar que esta reserva a los vicarios del horror. No es y no será el olvido.
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