Pensar la prensa, por Jerónimo Pimentel
Pensar la prensa, por Jerónimo Pimentel
Jerónimo Pimentel

El periodismo es moral y método. No es ni puede ser más, y en esa humildad de oficio reside su poder. 
     Una de las peores herencias del fujimorismo fue el sistema de espionaje que dejó desmontado y que, con el tiempo, se transformó en un mercado negro de “pruebas” al alcance de todo aquel que tuviera la billetera suficiente para invertir. Durante la década del 2000 llegaban casi semanalmente a todas las redacciones periodísticas audios editados, legajos improbables, así como otras especies con precio y descuento, como si se tratase de una subasta al mejor postor. Se sabía que ese menú de chuponeos y mercancías mal habidas recorría las salas de prensa y, de cuando en cuando, alguien compraba; luego la transacción se revestía con una o dos entrevistas, con uno o dos motivos, y el resto era disimular. Ver desfilar a los dueños de los medios de comunicación por la sala del SIN volvió al gremio un tanto cínico, descreído. Siempre ha habido cretinos en todas partes (el 90 % de la ciencia ficción es basura, decía Sturgeon, pero el 90 % de todo es basura), pero aquí ocurrió algo distinto: son pocas las oportunidades que se tiene de ver cómo desciende el nivel de escrúpulos en una profesión entera, en forma consensuada y de manera abrupta.
     Los escándalos eran seguros, pero la calidad de los destapes, por lo general, pobre; así como las repercusiones que traían los bullicios consecuentes, perdidos los más en un anecdotario fútil donde lo irrelevante competía con lo trivial. A eso hoy se le llama “ruido político” y es una rémora que, no lo dudo, debe poder incluso cuantificarse económicamente como daño. La década pasada está llena de ejemplos: el yerno del vicepresidente, la vida extramatrimonial del tribuno, la escolta sexy de Palacio, y así. En un punto se perdió el sentido heroico del periodismo, así como sus instrumentos y objetivos legítimos, que pasaron de ser genuinos a ser retóricos. Los residuos de esa praxis llegan hasta hoy y es posible identificarlos por su estridencia vacía: “las pruebas que se tumbarán al Gobierno”, “la causa de la vacancia”, “el terremoto político que se avecina”, etc. La verdad no es más importante que la forma en la que se accede a ella, pero eso lo hemos olvidado.
     Algunas justificaciones para este statu quo profesional apuntan a las medidas extremas que se adoptaron durante los últimos años del montesinismo. Se entiende por qué: a todos aquellos que no son miserables les resulta relativamente sencillo tomar decisiones morales ante una mafia tan grosera. Hay guerras más justas que otras, sin duda, y eso tiene consecuencias en un gremio formado en la trinchera, pero en democracia es mucho más difícil mantener la neutralidad o resistir la tentación de alinearse a un bando. La historia reciente explica por qué, pero se debe recordar que la emisión del primer vladivideo, que hoy se usa de excusa para explicar cualquier procedimiento, no fue un acto periodístico, sino político: un partido (FIM) compró una grabación (robada) a una fuente (Pinchi Pinchi) con dinero privado (empresarial) en la que se presentaba un ilícito flagrante (soborno) presentado luego en una rueda de prensa que transmitió una única señal (Canal N). Si hace falta decirlo, esa no fue una investigación periodística, sino un acto de resistencia ciudadana, por supuesto plausible. Pero no es una referencia válida para la profesión, como lo son la publicación de las atrocidades cometidas por el grupo Colina, la denuncia de la fábrica de firmas falsas que instaló el movimiento Perú 2000 o, más cerca en el tiempo, la impecable revelación que Milagros Salazar hizo para IDL sobre la “desaparición” de cientos de miles de toneladas de anchoveta debida a falsos reportes de captura. 
     Al punto: el periodista no es quien recibe lo que le colocan y lo publica como si fuera un gran destape, ni tampoco es aquel que, motivado por un espíritu aventurero, hipoteca sus reservas materiales y morales, inconsultamente, en pos de una primicia que lo pone bajo sospecha. El deber del periodista no es comprar ni vender, como tampoco es juzgar. Eso se llama sensacionalismo, ligereza, incontinencia, complicidad o usurpación de funciones. El rol del periodista —al menos como yo lo entiendo, al menos como lo aprendí— consiste en obtener información, dudar de ella y contrastarla hasta tener la seguridad de que es veraz y socialmente relevante, un ejercicio que solo se puede conducir con honestidad intelectual (de nuevo, moral y método). Solo luego se la difunde, con la reserva y la prudencia que amerite el caso. El primer paso de este proceso es una pregunta de muchas: ¿cuál es el origen de la información? Si no se puede responder esa interrogante de manera satisfactoria, el resto es oscuro y la amenaza, latente: ser el tonto útil de alguien. 
     Evalúe el lector cuántos reportajes resisten este examen mínimo y tendrá una idea de cuál es la salud de nuestra prensa.  

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