La pirámide del pisco, por Jaime Bedoya
La pirámide del pisco, por Jaime Bedoya
Jaime Bedoya

El título de peor tormenta de la costa del Pacífico de Estados Unidos del 2017 no tiene mucha competencia: el año acaba de empezar. En medio de una lluvia tumultuosa que convierte la tarde en noche, un peruano sosteniendo un endeble paraguas se empapa contemplando una construcción en el centro financiero de San Francisco.

Se trata del edificio Transmerica, inmueble hecho en forma de pirámide para no quitarle luz a las calles, y rascacielos más alto de la ciudad. El agua corre indolente sobre su superficie de cemento, incapaz la lluvia de revelar su secreto.

En ese mismo lugar se levantaba en el siglo XIX el Bank Exchange Saloon, la última parada del Pony Express. Una casa de cuatro pisos fungía tanto de centro de transacción como bebedero en tiempos de la fiebre del oro en California. Los buscadores llegaban con pepitas de oro en la bolsa y plomo en las pistolas. Se iban de ahí con alcohol en las venas y billetes en los bolsillos.

Entre el alcohol que ahí se tomaba, destacaba un exquisito aguardiente venido del Perú, el pisco. Al dueño del lugar, el escocés Duncan Nicol, se le atribuye la autoría del cóctel característico de San Francisco, el pisco punch [1]. La mezcla se describía “tan sutil como una limonada, pero capaz de hacer que un insecto peleara contra un elefante”.

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El pisco había llegado a San Francisco en el siglo XIX a bordo de las bodegas de la fragata Favorita, del comerciante limeño Francisco de Bodega y Quadra. Encargado por la Corona de reclamar las heladas tierras de Alaska para España, Bodega y Quadra —vecino de Palacio de Gobierno, su casa es un museo al lado de El Cordano—, llevó pisco para calentar su travesía. Una de sus seis barricas se quedó en San Francisco como parte de pago de provisiones. Desde entonces la ciudad pidió más y más pisco.

El gran terremoto de 1906 la destruyó cuando la falla de San Andrés dejó saber la real dimensión de su riesgo geológico. Los bomberos se vieron obligados a derribar los escombros a fin de controlar los incendios. Así llegaron, hachas en mano, hasta el Bank Exchange Saloon.

Duncan Nicol dejó la coctelera, buscó su escopeta y salió a enfrentarlos. Una espontánea cofradía de parroquianos tambaleantes lo respaldaba. Nicol gatilló su escopeta y dijo a este bar no lo toca nadie.

El lugar fue exonerado de demolición. Para celebrarlo el dueño invitó rondas ilimitadas de pisco a su intoxicada tropa.

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Ciento once años después y tras inútil observación del edificio piramidal, toca caminar unas cuadras hacia Columbus Street para departir con dos eventuales compinches, un boricua afable y un colombiano irónico, ambos bebedores canónicos. La pista de aterrizaje líquida es la hermosa y añeja barra del Vesubio, el mítico bar beatnik de Ginsberg, Kerouac y luego de Bukowski y Dylan, el Nobel que no va a ceremonias.

Pero hasta en San Francisco, epicentro hippie y alucinógeno, la ley es la ley. En esta capital liberal donde cada quien se casa con quien le hace feliz y que aprovecha sus últimos días antes de la llegada de Trump, esa debacle tuitera, todo bar, real o imaginario, cierra a las dos de la madrugada.

Saliendo del Vesubio la vena caribeña del boricua señala el horizonte y dice “Ahí tienes, peruano, tu pirámide del pisco”: la fachada del Vesubio se alinea perfectamente con el fantasma piramidal del que fuera supremo bebedero pisquero. Hago la foto. No sale nada. Es la peor tormenta del 2017.

[1] Según Guillermo Toro Lira, erudito de la historia del pisco en San Francisco, la receta original era pisco Italia, jarabe de goma arábiga, jugo de limón mexicano, azúcar, piña y agua.

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