Ponce Gambirazio ha escrito una novela que coquetea con la serie B cinematográfica. [Foto: Eduardo Cavero]
Ponce Gambirazio ha escrito una novela que coquetea con la serie B cinematográfica. [Foto: Eduardo Cavero]
José Carlos Yrigoyen

Lo primero que leí de Javier Ponce Gambirazio (Lima, 1967) fue su poemario Cuatro tazas de café, editado en 1994. Era más bien un catálogo de todos los vicios y excesos de la ligera poesía coloquial tan en boga por aquel entonces. No me causaron mejor impresión sus posteriores tanteos narrativos (los cuentos de La música que no escuchamos, de 1998, y su novela breve Amapola, publicada un año después). Había en ellos entusiasmo e incluso frescura, pero la falta de oficio y un humor demasiado grueso dañaban la consecución de sus planteamientos.

En el 2012 Ponce Gambirazio nos entregó El chico que diste por muerto, artefacto que evidenciaba progresos con respecto a sus primeros títulos. De estructura fragmentaria, este libro da voz a un narrador imperturbable que confiesa los terribles episodios de su biografía, pretendiendo, con una sobria enunciación no exenta de lirismo, limpiarlos del horror que ha torturado su existencia. Violaciones, prostitución y escarnecimientos son exorcizados en una ceremonia que hace del lector un angustiado y mesmerizado partícipe.

Luego de este buen trabajo, Ponce Gambirazio regresa con una nueva ficción, muy ajena a la contención y frialdad de la anterior. Se llama El cine malo es mejor y nos es presentada como una “novela disparate”, advirtiendo desde el vamos sobre su carnavalesca y desbordante condición. Se trata del proyecto más riesgoso de Ponce: una narración paródica que desafía los preceptos de “la dictadura de lo políticamente correcto” a través del testimonio de un terapista que se encarga de aliviar los traumas de cinco seres heridos por el rechazo de los demás —una mujer obesa, un afrodescendiente, un homosexual, un turista norteamericano y un hombre de muy baja estatura—, y a la vez de ayudarlos a preparar una violenta venganza contra el mundo que los ha denigrado y destruido. Esta historia es enmarcada como una película de bajo presupuesto (es decir, del llamado cine de serie B) dirigida por una ignota realizadora independiente, Almudena Sombrero, y escrita por “un tal Javier Ponce”. El filme se proyecta ante una platea semivacía de un festival especializado en cintas bizarras. Como punto de partida el asunto suena interesante y hay que decir que el autor logra en buena medida cumplir con lo que se propone, aunque no sin reparos y algunas magulladuras.

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NOVELA

El cine malo es mejor
Editorial: Testigo 13
Páginas: 179
Precio: S/35,00

Hay que reconocerle dos cosas a Ponce: la primera, una estimable soltura para los diálogos —gran parte del libro está compuesta por estos— y un sentido del humor que la mayoría de veces da en el blanco. Asimismo, hay un irreverente manejo de la autorreferencialidad y una juguetona adaptación de las técnicas cinematográficas que colaboran en imprimir una atmósfera farsesca al relato. Es decir, estamos ante todo un Enrique Jardiel Poncela posmo. El problema es que en un punto de la historia Ponce se enamora de su propia chispa y da rienda suelta a un esfuerzo por ser ingenioso que acaba jugándole en contra: los chistes fáciles se acumulan y la violencia, en un primer momento perturbadora e imaginativa, se reitera tanto que se vuelve monótona y predecible. Esto se debe a la mecánica estructura de las páginas finales, cuando los humillados y ofendidos ejercen su revancha de las formas más sádicas posibles. Despellejamientos y mutilaciones se suceden unos tras otros hasta hacerse casi indiferenciables entre sí. Tanta crueldad es un guiño declarado a una de las “películas malas” más famosas, Pink Flamingos, que también alcanza su clímax en una serie de desquites extremos, pero la imaginería de John Waters es decididamente más variada y atrevida que la de Ponce, y sus maldades nos producen esa fascinante mezcla de asco y diversión que nuestro autor no consigue provocarnos.

Alérgico a la solemnidad y las convenciones que atenazan a tantos de sus colegas, Ponce Gambirazio ha escrito una novela delirante y esperpéntica que a veces se sirve con provecho de la absoluta libertad con la que ha sido elaborada y en ocasiones cae víctima de su ausencia de límites y refrenamientos. En todo caso, aquí tenemos a alguien que entiende que ser parte de nuestra serie B literaria no es sinónimo de ser chapucero o ramplón. Suficiente para mí.

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