En su nueva novela, Galarza confirma la madurez que ya había demostrado en su anterior trabajo.
En su nueva novela, Galarza confirma la madurez que ya había demostrado en su anterior trabajo.

Cuando se llega a los 40 años, parece inevitable mirar atrás. Si se hace con complacencia, curiosidad o ira ya depende de cada quien. Entre los escritores peruanos de mi generación esa necesidad ha comenzado a evidenciarse: ahí está Renato Cisneros con La distancia que nos separa, Jeremías Gamboa y su descomunal Contarlo todo, Francisco Ángeles en sus distintas novelas, y así un largo etcétera. En el caso de los que conocimos el mundo, sus reglas y sus trampas a partir de la década del noventa, la operación de recordar y someterse al juicio del tiempo es especialmente delicada: fuimos los hijos del desencanto y del cinismo, de una dictadura pragmática y sucia, de una sociedad que decidió deponer el intercambio de ideas en nombre de la efectividad y el progreso material.

Sergio Galarza (Lima, 1976) asume literariamente este reto en su última novela, Algún día este país será mío, con la que confirma la madurez y oficio que ya había demostrado en su entrega anterior, Una canción de Bob Dylan en la agenda de mi madre. Ambas comparten la condición de ser libros autobiográficos que aparentemente se centran en personajes con los que el autor tiene deudas pendientes por saldar; pero que, en realidad, son feroces requisitorias contra sí mismo, de las que no sale nunca invicto. En esta ocasión, el autor interpela a un amigo de la infancia al que enigmáticamente bautiza como Zeta. Se trata de un sujeto al que conoció desde el colegio y que, acosado por sus frustraciones, las humillaciones que padeció y sus dolorosos complejos, no solo reniega de sus principios para ascender social y políticamente, sino también de su propia identidad.

No deja de ser destacable cómo Galarza logra trascender el plano confesional para hacer de su novela una alegoría de cómo sus contemporáneos decidieron enfrentar el Perú posfujimorista, y los riesgos y costos que sus decisiones implicaron. Mediante un bien planteado juego de espejos, conocemos los primeros pasos de Zeta en el colegio San Agustín, un microcosmos que en la novela contiene las peores taras y vicios del Perú —clasismo, violencia gratuita, racismo exacerbado— de los cuales es víctima constante. Luego irá comprendiendo las formas de evadir sus estigmas y pasarse, de la manera más servil, al lado de los poderosos y abusivos. Esto sin poder ser jamás parte integral del grupo dominante, sino solo uno de sus descartables instrumentos.

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NOVELA

Algún día este país será mío
Editorial: Alfaguara, 2018
Páginas: 233
Precio: S/49,00

Por otro lado, el narrador no relata esta degradación moral desde un pedestal autoerigido, sino desgranando sus propias miserias personales, sus rencores y alienaciones. Reconoce no solo sus faltas, sino que el camino que ha elegido ni siquiera está amparado en creencias sólidas, sino en una “endeble ideología” herida por la indecisión y las contradicciones. Los personajes de Galarza usualmente son muchachos sensibles que deben pegarla de duros o bacanes para sobrevivir en un mundo donde las manifestaciones afectivas son vistas como síntomas de flaqueza, y que son consumidos por el papel que encarnan, el cual les impide concretar adecuadamente sus relaciones humanas (en el libro anterior, por ejemplo, está el hijo que le miente a su madre continuamente y, cuando está listo para abrir su corazón, ya es demasiado tarde); en esta novela, esas máscaras y represiones están notablemente retratadas, evitando los esquematismos y lugares comunes en los que es tan fácil caer cuando se escribe sobre el aprendizaje adolescente y juvenil.

Puedo reprochar algunos excesos en la oralidad (recurrir a la jerga no necesariamente impone frescura ni fluidez) y el abuso de la enumeración de anécdotas colegiales, que en algunos casos no aporta gran cosa a lo contado. Pero son fallas menores de un libro que exhibe los méritos de un narrador que ha logrado trascender etiquetas y modas para consolidar su propia huella, a diferencia de las estériles y desplumadas afectaciones con las que algunos de sus colegas generacionales insisten a pesar de los pobres resultados. Hay infancias que nunca acaban, pues.

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