Una teoría del peluche, por Jaime Bedoya
Una teoría del peluche, por Jaime Bedoya
Jaime Bedoya

La ignominiosa estampa de un varón llevando a cuestas un peluche gigante, cual Cristo sentimental a punto de clavar o ser clavado, cobra sentido si se da por cierto aquello de que un hombre solo está siempre en mala compañía. Cargar una cruz es siempre la antesala dolorosa de la salvación, así este acabe con un corazón roto.

El peluche sería la esponjosa promesa de una compañía afín, ofrenda impúdica a favor de la riesgosa vocación por la vida en pareja. O al menos por una tarde compartida, ajena al desamparo del placer autogestionario.

Dice la ciencia que el peluche es el pasaporte inanimado que los niños adoptan para reemplazar la compañía de los padres al empezar a dormir solos. Cuando este código infantil se transforma en moneda de cambio emocional juvenil, el pacto en ciernes supone dormir acompañados ahora que los padres ya no están. La inocua figura del muñeco acolchado hasta la flacidez es un guiño a la inocencia a punto de ser transgredida.

El vínculo emocional que se desarrolla con el muñeco puede prolongarse hasta la adultez como símbolo de una certeza pasada. Cada quien tiene una proyección portátil de ese objeto seguro. Sea la billetera o el celular, nuevo y ecuménico peluche tecnológico.

La reciente intromisión pública en un ritual privado que comprendía un peluche entre un pretendiente en espera y una pretendida que no llegaba a la cita degeneró en un espectáculo vacío, bobo y morboso, típico de lo que ahora se conoce como viralidad social. Gente fisgoneando a la gente. Con el agravante tóxico de una barbárica reacción misógina que usa y abusa de la presunta imputabilidad de las redes —provecho Zuckerberg— para pedir para la mujer que no recibió el peluche desde golpe hasta muerte. Siempre desde la comodidad del otro lado de la pantalla.

Los mejores adultos siguen durmiendo con peluches, sin pudor ni culpa. Así estén añosos y mutilados, poblados de ácaros y una variedad generosa de emanaciones corporales acumuladas a lo largo del tiempo en virtud de la fermentación. Lo que en los vinos se llama bouquet. Pero eso sucede en el discreto ámbito de lo privado, entre pijama y sábanas.

Los peores adultos, profanando la esfera pudorosa de una madurez pendiente, sacan a los peluches de paseo disponiéndolos inhumanamente en la ventana trasera del vehículo.

Esos peluches amontonados, rezagos de nostalgias fallidas, lucen bobalicones amontonados a la fuerza, impostando ternura en medio de una congestión vehicular pavorosa. Adquieren la misma mirada inoportuna propia del chismoso y el desatinado.

Es preocupante que un peluche mirándote desde la ventana trasera de un auto incite a pensar en barbaridades sobre un prójimo del que nada se sabe.

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