Tragedias, por Jerónimo Pimentel
Tragedias, por Jerónimo Pimentel
Jerónimo Pimentel

La semana pasada estuvo dominada por dos noticias igual de graves: la destrucción de la iglesia de San Sebastián y una confesión del director de la , Ramón Mujica, sobre los juicios que ha entablado por el robo sistemático de libros, litigios que está a punto de perder. Ambos desastres han tenido cierta cobertura periodística y han merecido uno que otro reportaje, aunque es poco probable que, a pesar del esfuerzo mediático, el peruano de a pie tenga una idea aproximada de lo que ha perdido. La incapacidad de distinguir lo que te hace daño es un síntoma de subdesarrollo cívico. 

En ambos casos es posible ver un patrón: la precariedad en el resguardo del patrimonio. La idea del patrimonio, en sí, es complicada, porque implica un grado de abstracción. En un sentido jurídico, tiene que ver con herencia, pertenencia y posesión, y es por ello que a los economistas les gusta preciarlo en montos y “ponerlo en valor”; en un sentido cultural, en cambio, entra en juego una idea un poco más celeste, cierto trascender social, el supuesto de que lo mejor y lo más auténtico de una civilización debe resistir la fuerza del tiempo. Las expresiones más logradas y genuinas de una época, bajo esta mirada, se transmiten de una generación a otra como testigo y prueba de lo que hemos sido, somos y seremos. También de lo que podemos ser. Salvo que un cortocircuito lo convierta todo en cenizas.

La iglesia de San Sebastián, como muestra del Barroco colonial y ejemplo de la grandeza de Diego Quispe Tito, es irrecuperable. Se puede intentar valuar el daño económico, la repercusión en el turismo, incluso en la vida de los ciudadanos de la localidad, y añadir a ello los cinco millones de soles que se destinaron a su reparación en el 2013. Pero el resultado será un pálido reflejo de lo que ya no existe. Los números son patéticos y no se acercan ni por asomo a la gravedad del perjuicio, que debe ser comunicado con palabras. Igual de difícil es anticipar qué efecto tendrá esta ausencia en la vida espiritual de los cusqueños, así como el hoyo negro que significa no poder apreciar nunca más el presbiterio, la nave central, el altar mayor, los dos lienzos calcinados, el retablo hecho polvo y la escultura donada hace cuatro siglos. La ofensa es imperecedera: le hemos negado a los peruanos del futuro lo que, a pesar de todo, nuestros compatriotas preservaron a lo largo de cuatrocientos cincuenta años. Le hemos fallado a la posteridad.

En el caso de la Biblioteca Nacional, las noticias no son menos tristes. La impunidad con la que la institución ha sido saqueada, desde la guerra con Chile hasta hoy, es un perfecto recordatorio de la indiferencia con la que nos tratamos a nosotros mismos. Este desgano está salpicado por un desprecio a la vida intelectual y un monumental fracaso educativo. Mujica, con afán revulsivo, contó dos anécdotas a la Comisión de Cultura del Congreso: una, que ni siquiera está procesada judicialmente, tiene que ver con la desaparición de un incunable de Erasmo de Rotterdam de 1524, del cual solo existían tres ejemplares en el mundo; otra, especialmente dramática, refiere a la crisis de una trabajadora que, harta del maltrato durante el fujimorismo, tuvo un arranque de locura y destrozó 150 placas de vidrio de Courret del siglo XIX para que, en palabras de Mujica, “el Perú perdiera parte de su memoria histórica”. ¿Cómo se lidia con estos crímenes? ¿Y cómo se enfrenta la ausencia de cuatro mil documentos que, según el último inventario, se dan por desaparecidos?

La verdad es que no hay manera de dar cara. A lo más, se puede intentar comprender y corregir. Una primera lección podría ser que los administradores de bienes culturales frágiles o sensibles deben tener la preparación necesaria para enfrentar accidentes y desastres. Eso, en algunos países, se llama protocolo de emergencia, y no es un invento precisamente nuevo. Una segunda lección es que un tesoro nacional no puede depender de la responsabilidad de un solo hombre mal pagado, sea este un sacerdote o un bibliotecólogo. Una tercera conclusión es que todos los peruanos deberían hacer una organización efectiva de sus vacaciones y de su tiempo libre para apreciar todo aquello que, vistas las circunstancias, está condenado a desaparecer. Sea práctico: es probable que exista un museo o una huaca o un centro cultural más cerca de su casa de lo que usted cree. Cualquier demora puede ser fatal; mañana puede encontrar ahí un foso, un derrumbe o una ruina urbana, sin valor arqueológico.

Para todos los que no tuvimos la suerte de ir a la iglesia de San Sebastián o de acceder a alguno de los más de 400 manuscritos de la colección Raúl Porras Barrenechea que se han esfumado, el sentido de urgencia prima. La carrera es contra el tiempo y la estupidez, y, como siempre, ambas llevan las de ganar.

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