Manifestantes marchan por las calles de Lima hasta la sede del Ministerio Público. (Foto: Alonso Chero / El Comercio)
Manifestantes marchan por las calles de Lima hasta la sede del Ministerio Público. (Foto: Alonso Chero / El Comercio)
Jerónimo Pimentel

Eric Hobsbawm decía que el siglo XX había sido breve: inició con la Primera Guerra Mundial y terminó con la caída del Muro de Berlín. Los acontecimientos, no los calendarios, son los que marcan las épocas. Cabría preguntarse, al resguardo de ese paraguas, cuándo inició la democracia peruana posfujimorista, si con Paniagua o Toledo, y cuándo terminó también, si con la elección de PPK, su renuncia, o bien con el indulto a Alberto Fujimori. Los historiadores tendrán, cuando la retrospectiva los obligue al orden, una opinión al respecto. Y nos dirán con más o menos éxito qué nombre lleva esta suerte de transición.

Por lo pronto, podemos decir que la institucionalidad peruana está tan vacía que fuerza a Vizcarra al presidencialismo, a pesar de que no tiene partido, doctrina ni carisma para ello. Pero ocurre que el Ministerio Público de Chávarry está quebrado. El Congreso está política y moralmente disuelto y no tiene ningún uso práctico para la democracia peruana. El Poder Judicial tiene en la prisión de Abel Concha el justo símbolo de su derrota. Destruidos los intermediarios de la representación, Vizcarra parece abrazar una curiosa forma de gaullismo: apelación al sentido común republicano, populismo de baja intensidad, gobierno a través de proyectos legislativos y apelación a la democracia participativa (de ahí la búsqueda de refrendo en las urnas). ¿Hacia dónde va? Difícil saberlo. Solo en los últimos días ha pasado una ley laboral muy parecida a lo que sueña la derecha liberal, a la vez que su batalla contra el fujiaprismo lo convierte en un favorito de la progresía. ¿De dónde viene? De una promesa incumplida: la idea de que el fujimorismo sin Fujimori iría a ser la panacea.

Martín Vizcarra acudió al Congreso para presentar el proyecto de ley que declara en emergencia el Ministerio Público. (Foto: Anthony Niño de Guzmán / El Comercio)
Martín Vizcarra acudió al Congreso para presentar el proyecto de ley que declara en emergencia el Ministerio Público. (Foto: Anthony Niño de Guzmán / El Comercio)

De la Navidad del 2018 al inicio del 2019, el resumen de noticias parece escrito por un periodista ebrio. El fujimorismo empezó con una mayoría legislativa abrumadora y acabó disuelto y con su lideresa presa, en el que quizás sea el ejercicio de poder más negligente de la historia peruana última. La bancada oficialista, dividida también, se consumió en peleas tontas e intestinas. Las dos facciones de la izquierda están perdidas en la irrelevancia (cómo sorprende el poco olfato político de la fantasmagórica Verónika Mendoza). Nada se puede decir de los subproductos de la democracia cristiana, ni del belaundismo, ni de los esfuerzos de los partidos regionales por hacernos creer que detrás de los caudillos tropicales hay ideas. Del APRA, en cambio, sí se puede decir algo: el asilo negado a Alan García y su rol subsidiario frente al fujimorismo han convertido al partido de Haya de la Torre en una banda repudiada, minúscula y sombría. Todo lo que gobernó antes, como el Partido Nacionalista o Perú Posible, son insignias sin sentido, colores mustios y cadáveres desaparecidos o por desaparecer. Aterra pensar que movimientos tan vacíos hayan tenido tanto poder sobre tanta gente.

En tanto, el peruano marcha y celebra como puede. Y entonces la duda asalta: ¿si nosotros somos mejores que ellos, qué hacen ellos ahí?

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