Novak Djokovic, Rafael Nadal y Roger Federer tienen actividad este fin de semana. (Foto: AP)
Novak Djokovic, Rafael Nadal y Roger Federer tienen actividad este fin de semana. (Foto: AP)

Por: Pedro Cornejo
Hace unas semanas, tuve la oportunidad de ver la final individual masculina del torneo de tenis de Wimbledon entre Novak Djokovic y Roger Federer. Y, al margen de la calidad superlativa que siguen mostrando ambos jugadores y del emocionante desenlace que tuvo el match, me quedé con la impresión de que “algo se pudre” no en Dinamarca, sino en el mundo contemporáneo, incluido un deporte de la tradicional grandeza y dignidad del tenis. La interminable y agónica duración del partido —cinco sets de casi tres horas— y el manifiesto agotamiento de Djokovic y Federer me hicieron sentir que estaba ante una contienda donde lo que prevalecería finalmente sería la resistencia física, la fortaleza emocional o, lo que es peor, el azar antes que el talento, la destreza y la técnica de los protagonistas. Y que el tenis —como cualquier otro deporte profesional de alto nivel— ha perdido su carácter originariamente lúdico para convertirse, por un lado, en un trabajo que exige, ante todo, enorme disciplina y sacrificio y, por otro, en una competencia pura y dura, es decir, en un símil —de dimensiones, a veces, épicas— de la vulgar “carrera de ratas” (rat race) en que ha devenido la vida en la sociedad posindustrial.

Exprimidos hasta los límites mismos de su capacidad por una organización que establece reglas orientadas a hacer que este tipo de partidos satisfaga la voracidad económica de los patrocinadores y el morbo de un público siempre sediento de mayor excitación, Federer y Djokovic debieron jugar y jugar, como auténticos gladiadores, hasta que fue el cansancio —y no sus increíbles atributos como tenistas— el que determinó la victoria del segundo. En esas postreras instancias ya no importaba el juego en sí mismo. Tampoco que la mayoría de los puntos fuera producto de “errores no forzados”. Solo interesaba ver quién se derrumbaba primero y quién levantaba el trofeo —el símbolo definitivo del éxito— mientras en algún lugar los propietarios de las grandes corporaciones involucradas en el evento se frotaban las manos ante el obsceno incremento de ingresos que la delirante prolongación del match suponía por concepto de publicidad, derechos televisivos, etc.

Tras el retiro de Novak Djokovic del US Open, Rafael Nadal y Roger Federer se le pueden acercar en la búsqueda del número uno del ránking ATP. (Fotos: AFP)
Tras el retiro de Novak Djokovic del US Open, Rafael Nadal y Roger Federer se le pueden acercar en la búsqueda del número uno del ránking ATP. (Fotos: AFP)

Es verdad que, a diferencia de los antiguos gladiadores, a Djokovik y Federer no les esperaba la muerte, sino millonarios cheques por haber disputado la final. No pain, no gain (sin dolor, no hay ganancia) es el puritano lema y la conditio sine qua non para alcanzar el triunfo, la gloria y la riqueza dentro de un tinglado que, sin embargo, y a pesar de los exorbitantes beneficios económicos que les reportan, tiene a los jugadores como carne de cañón. En efecto, a los gladiadores de nuestro tiempo —sean tenistas, futbolistas o basquetbolistas— no se los comen los grandes felinos del antiguo circo romano. Se los comen otros ‘leones’ cuyo poder económico los vuelve casi omnipotentes. Y es que el deporte —reconvertido en profesión, negocio y espectáculo— cumple una función decisiva dentro de la dinámica del sistema social vigente: la de crear héroes, ídolos, role models (modelos a seguir) a través de los cuales los individuos puedan sublimar y ‘realizar’ sus anhelos más nobles pero también sus más perversos deseos.

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