Enrique Planas

Las firmas impresas en sus maderas dan cuenta de su abolengo: Bechstein, Ronisch, Blüthner, Steinway, Rachals, Yamaha. En “Cantan al hablar”, novela de la escritora y musicóloga arequipeña Zoila Vega Salvatierra, seis pianos forman un coro que canta la historia de Arequipa desde distintos puntos de vista: el salón de las familias burguesas, los auditorios institucionales o un modesto taller de reparaciones. Nos hablan de un siglo de pérdidas, desencantos y decadencia. Los pianos advierten cómo sus espacios se estrechan, relegados por la radio, el cine, la televisión. ¿Hablamos de un instrumento condenado a convertirse en un objeto obsoleto?

LEE TAMBIÉN | Belleza de piedra: ¿quién fue Uta de Naumburgo?

La escritora no lo cree. Para ella, lo que sucede es que antes, músicos éramos muchos, mientras que hoy solo hay especialistas. “A fines de la colonia, la guitarra era transversal a todas las clases sociales. Con la independencia, el piano se convirtió en símbolo de la modernidad que aspiraba la joven República. Queríamos estar a la par de las naciones a las que queremos parecernos: Inglaterra, Francia o Alemania”, explica. Así, la guitarra empieza a ser relegada a los círculos más populares, mientras que el piano toma el centro de los salones burgueses. “Todos aspiraban a la modernidad, y ese estatus se representaba con un piano y en saber tocarlo”, explica.

Sin embargo, precisa la autora, llegará un momento en que la tecnología facilite la reproducción de música: el gramófono, los rollos de pianola, el cine sonoro, la radio o el actual Spotify. Y ello supone el largo repliegue del piano. “La gente va renunciando al acto de hacer música, ya no quiere “perder el tiempo” aprendiendo a tocar. Así, la música queda en manos de profesionales, se restringe a unos cuantos. Y ese aire de pérdida se refleja en esta novela. Es el fin de una era”, afirma.

 ¿En ese proceso muestras como para las familias adineradas, el piano es nuestra “conexión” con la cultura occidental. Pero también vemos los movimientos sociales, las luchas universitarias y la “cancelación” de maestros como Beethoven, por representar la “decadencia burguesa”. Para los jóvenes radicales, los grandes compositores no eran parte del espíritu popular asociado con la revolución. ¿Qué queda ahora de esos vaivenes?

Pues un eclecticismo absoluto, libre de cualquier norte, donde todo está bien. Donde todo vale. Lo que no está bien es que restrinjamos las opciones de elegir. Cuando era directora, hicimos muchos conciertos didácticos. Llevábamos la orquesta, literalmente, a la punta del cerro. Debíamos aprender a dialogar con el público. Si tú tocas una sinfonía de Beethoven a personas que nunca lo han escuchado, se van a ir. Hay que ir educando, sin imposiciones. Nadie está obligado a oírte, y nadie está obligado a que le gustes. Se trata de democratizar la escucha.

La escritora y su intrumento: en “Cantan al hablar”, Vega recupera para la ficción la historia cultural arequipeña. Una historia más desafinada que armónica. (Foto: Mario Zapata N. / @PHOTO.GEC)
La escritora y su intrumento: en “Cantan al hablar”, Vega recupera para la ficción la historia cultural arequipeña. Una historia más desafinada que armónica. (Foto: Mario Zapata N. / @PHOTO.GEC)
/ Mario Zapata N.

— ¿Uno de los momentos tristes del libro es la progresiva decadencia de la orquesta sinfónica de Arequipa, institución representativa de la ciudad, que termina en tu historia como un barco a la deriva. Cuando vamos a un concierto, vemos que el auditorio es especialmente mayor. No hay jóvenes?

He sido 12 años directora titular de una orquesta. Nuestro propósito era apuntar a la audiencia joven a través, por ejemplo, de conciertos didácticos. Íbamos a los colegios y les explicamos a los niños qué era un violín, un saxofón, qué es un concierto, una sinfonía, cuál es el rol del director. Les animábamos a ir a un concierto. Y venían. Había que negociar, entender que no solo tocas para un sector de la sociedad, en ciertos teatros y ciertas zonas. Sin embargo, a veces hay públicos que les asusta ese acercamiento porque sienten que pierden un espacio que creían exclusivo.

— ¿Tú crees que esa es una tensión actual? ¿Públicos que aún consideran la música como signo de distinción elitista?

 No es un fenómeno que solo ocurra en el Perú. En todas partes he visto ese debate. Que amenazan al que hable, al que tosa, al que estornude. No puedes condicionar así la escucha. No es la forma de dar la bienvenida a un público novato. Si haces algo que no les guste, no regresará nunca más y perderás esa oportunidad.

— ¿Qué piensas de conciertos en que la música sinfónica presenta funciones dedicadas a música de anime o del K-pop?

El fenómeno sinfónico del anime, de la música de cine, les habla a las audiencias que lo consumen todos los días. En su tiempo, la música sinfónica tradicional simbolizó la máxima expresión intelectual humana, a la que todos debíamos aspirar. Evidentemente, los valores han cambiado mucho. Antes, para poder escuchar a una orquesta, tenías que viajar a otras ciudades. Casa una tenía un sonido característico. Pero la grabaciones han estandarizado todo, y ahora todas las orquestas profesionales suenan más o menos igual que las europeas. Estás en un mundo muy competitivo. Y si vas a hacer lo mismo que hacen todos, mejor ni salir de casa ni comerte el tráfico. Tienes que poner algo más. ¡Es la ley del mercado! Eso es lo que está pasando con el fenómeno de los animes y el mundo sinfónico. A mí me parece una combinación genial. No es que estemos banalizando la cultura. Tampoco creo en que, para que cierta música andina tenga validez, haya que “elevarla” a la música académica. ¡Las orquestas no son ascensores! Creo que cada cosa tiene su valor y su impacto. No podemos juzgar las músicas juzgando a las personas que las consumen.

Portada del libro de Zoila Vega Salvatierra.
Portada del libro de Zoila Vega Salvatierra.

— ¿Los seis pianos que narran tu novela tienen personalidades muy claras. Son orgullos, algunos más prejuiciosos, otros sufridos, otros acostumbrados al abandono. El Yamaha japonés es el más joven y entusiasta. ¿Las personalidades de los pianos están inspiradas en músicos que te influyeron?

En parte sí. Uno de mis maestros de historia de la música era descendiente de alemanes y tuvo que vender su piano a la sala del C.C. Peruano Alemán. Él era luterano, alemán, había vivido en Alemania. Cuando yo conversaba con él, era terriblemente sectario. Yo creo que los pianos recogen o reflejan la personalidad de sus dueños.

— Tú eres una persona mucho más optimista que los pianos de tu novela.

Ah, sí. ¡Definitivamente! Pero me interesaba recoger la voz de esa generación de músicos que se va, encerrada en la nostalgia. En aquella visión crepuscular, el lamento por un pasado que no volverá. Y menos mal que no regresa, porque estamos en otros tiempos.

— ¿Para una directora de orquesta, el proceso de la de la creación musical tiene algún vínculo con el de la escritura?

Sí. Yo creo que soy muy musical cuando escribo. Tiene que haber una cierta armonía, cierta lógica, cierta coherencia, pero sobre todo ritmo. Me fijo mucho en mi ritmo, sobre todo en el periodo de corrección. Cuando escribo trato de mantener un estructura, es lo que en música llamamos la textura. Va a hablar el flautín, va a hablar el contrabajo, le va a acompañar la viola… Callar la percusión porque aquí no quiero que suene mucho. Pero cuando corrijo es el ritmo lo que me importa, la secuencia, la intensidad. Sí, es verdad que tengo como dimensiones musicales en diferentes momentos de la escritura. Al final, es lo que hago todos los días.

Contenido Sugerido

Contenido GEC