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“Ucrania ganó la guerra: nadie duda de que el país existe”
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Uno vive una experiencia horrible. Empieza a rumiarla, sin saber si escribirla o no. Al final se teclea. Pero es muy difícil –me advierte Héctor Abad– darse cuenta si el lector logrará percibir la dificultad que supuso ese proceso de escritura. Cómo se cuenta lo que no tiene nombre. Por ejemplo, contar que un misil cae dentro del restaurante donde almuerzas y que acaba con todos menos contigo y tus compañeros que hacían la sobremesa en la terraza. Miento: también muere Victoria Amelina, la joven novelista e informática ucraniana con la que intercambió su sitio para escuchar mejor a sus interlocutores. En el desconcierto tras la explosión, solo atina a levantarse y caminar sin rumbo, buscando llamar a la familia para decir que ha sobrevivido. Como lector, puedo decir que pocas líneas me han conmovido tanto. En efecto, “Ahora y en la hora” es una crónica de guerra, pero sobre todo, es una reflexión sobre la escritura como medio para el entendimiento. En su novela hay una pregunta repetida: “¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué escribo esto?”.
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“Desde un principio, yo quería dejar muy claro que yo no fui a ese viaje para escribir un libro, que no fui como periodista de guerra ni para ser testigo o dar testimonio de esa guerra”, nos dice el escritor al otro lado de la pantalla, en esta entrevista vía Zoom, esperando su arribo al Hay Festival de Arequipa esta semana. “Yo fui a ese viaje sobreponiéndome al temor de hacerlo. Luego lo extendí sin ganas de extenderme, sin ganas de ir hasta el frente de guerra. Obviamente, sin ganas de que pasara todo lo que pasó”.
—¿Por qué viajó a la zona de guerra, entonces?
Un poco arrastrado en parte por mis amigos, en parte por las circunstancias, por mi incapacidad de decir que no. Y lo que me dejó esto fue una sensación de estupefacción, de estupor, de dolor. Yo no estaba en una misión. Yo no fui a sumergirme en una situación de peligro como lo hacen algunos de nuestros colegas. Yo fui ahí sin querer. Y, ante los hechos, mi primera tentación era olvidar, quedarme callado. Pero mientras iba leyendo sobre Victoria y conociéndola después de muerta, mientras me volvía su amigo después de muerta, fui sintiendo la obligación de contarlo, porque ella ya no podía hacerlo. No me quedó más remedio, Fue casi contra mi voluntad. Mi primera reacción fue correr, como cuando cayó el misil. Encerrarme en mi mismo, en el afecto de mi familia y lamerme la heridas.
Curiosamente, una de las cartas más bonitas que recibí después de lo del misil ruso fue de Mario [Vargas Llosa]. Él me decía: “Estoy muy contento de que hayas sobrevivido, pero ¿qué demonios estabas haciendo tú allá sabiendo que los misiles de Putin no respetan a nadie?”. Yo le respondí por escrito. Le dije: “Mario, podría ponerle un rostro hermoso a esto y decir que estaba luchando por la libertad, dando testimonio de los crímenes, pero esa no es la verdad. La verdad, Mario, y tú me vas a entender, es que uno al cumplir cierta edad, puede cometer muchos errores”. Me entendió perfectamente.

—¿Es auténtico aquello que llaman culpa del sobreviviente?
Profundamente auténtico. Tan auténtico como la tristeza, el dolor o la náusea. Y eso a pesar de que parece una sensación contradictoria. Es bueno seguir vivo. No me siento infeliz por haber sobrevivido. Cada vez me doy más cuenta de lo valiosa que es mi propia vida, que la tenía un poco devaluada con la vejez. Pero la culpa no desaparece. Victoria tenía la edad de mi hija. Es una injusticia cósmica que los más viejos sobrevivan y los más jóvenes mueran. Se lo dije al padre de Victoria cuando lo conocí en Toronto. Sin embargo, más allá de haber compartido esa experiencia en un libro, creo que se trata de un sentimiento intransferible a quien no ha sobrevivido. Esa culpa solo la puede sentir un sobreviviente. Por cierto, yo lucho contra esa culpa. Sé que el culpable no soy yo. Sé que el culpable es Putin y el ejército ruso. Pero cuando padecemos una maldad colectiva y pudimos salvarnos, nos queda un profundo dolor.
—Además de reflexionar sobre la dura realidad de la guerra, piensas en el lenguaje necesario para traducir esa realidad...
Yo empecé este libro con la fantasía terrible de ver a mi hija muerta. Escribí: “Acaricio el aire a mi alrededor como si fuera el fantasma de mi hija muerta”. No sé cómo se me vez de continuar en la Federación Rusa, se adhiriera a la Unión Europea. Yo defiendo profundamente la idea de la Unión Europea en esta guerra.
—A muchos puede sorprenderle la resistencia del Ejército ucraniano. Pero tú muestras en tu libro cómo ya con Stalin sobrevivir fue muy difícil...
En los nuevos textos de historia que obligan a leer a los niños en los colegios rusos la imagen de Stalin se ha blanqueado completamente. No se habla de su responsabilidad en la muerte de entre 3 y 7 millones de ucranianos muertos por la hambruna según sus órdenes directas. Se habla de su papel en la gran guerra patriótica contra los nazis, pero no de su alianza con Hitler durante años. O de la repartición de Ucrania y Polonia entre ambos. El problema con Rusia es que no ha conocido nunca la libertad. De algún modo, su población se ha acostumbrado y ha escogido la servidumbre voluntaria. Se han acostumbrado a ese padrastro que todo lo decide y resuelve. Pero ¿a qué precio? Hoy en Rusia nadie puede decir que, entre muertos y heridos, Rusia ha perdido probablemente entre 700.000 y un millón de jóvenes, solo por las ansias imperiales del demente de Putin. Sucede lo mismo con Ucrania, pero ellos están defendiendo su territorio, su idea del futuro, su idea de la libertad. Los rusos mueren por las manías de un autócrata. Ucrania, por mucho que esté perdiendo territorio cada semana ya ganó la guerra, porque no queda duda de que el país existe. Después de las heridas que Rusia le ha infringido, Ucrania nunca más querrá volver a ser rusa.

—¿Estamos condenados a repetir viejos errores? Los crímenes que vemos a diario no difieren de las guerras de hace un siglo.
Así es. Había cierta certeza de que estas cosas ya no pasaban. Eso nos da una sensación terrible. Un pesimismo sobre la naturaleza humana en el que no quisiera caer. Pero es verdad que parece imponerse, también en América Latina, la idea de que la fuerza bruta, de que los más poderosos son los que deben dominar. Que eso es lo natural. No las reglas, no las leyes, no el derecho internacional ni los derechos humanos.
—“Me levanté ileso y vivo, aunque ya nunca más volveré a ser el mismo”, escribes en tu libro. ¿Cuánto ha marcado en tu personalidad la explosión en el restaurante?
Es tan raro... Viví hace mucho tiempo en Italia, y allá tienen la palabra ‘miracolato’ para hablar de alguien salvado por un milagro. Yo, que no soy creyente, me siento salvado. No digo por un milagro o por el destino. A mí me salvó el azar. Y eso me deja totalmente atónito. ¿Por qué? ¿Para qué? No lo sé bien, pero la única clave tal vez me la dio un escritor mexicano, Fabio Morábito, que dice que el escritor es como un rumiante que vive las cosas, se las come como las vacas y luego las eructa escribiendo. Las rumia para vivirlas dos veces y poderlas entender. Rumiar el peso excesivo de tus experiencias y convertirlas en escritura. Es lo único con sentido que le veo a esta cosa tan rara de ser un sobreviviente.
Tres eventos tendrá Héctor Abad Faciolince en el Hay Festival de Arequipa. El jueves 6, a las 6 p.m., dialogará con Patricia del Río y Carlos Granés. El sábado 8, conversará con el colega peruano Jeremías Gamboa a las 10 a.m. y a las 8 p.m. hará lo propio con Alonso Cueto.











