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Williams y los caminos que se bifurcan - 2
Jorge Paredes Laos

Estamos en el último año de la década del setenta. El país vive una etapa de crisis y violencia social, y en las calles de Lima cordones de policías y militares cierran, con bombas lacrimógenas, chorros de agua y palos de goma, el paso a trabajadores y profesores en huelga. Las calles se llenan de humo y la gente huye como puede. En este ambiente convulso, un alumno de la Escuela Nacional de Bellas Artes y otros estudiantes de arquitectura se reúnen para crear un grupo de arte que pretende tomar esa ciudad en efervescencia como un desafiante laboratorio de reflexión estética. El alumno bellasartino es Armando Williams y el grupo se llama Signo x Signo. 
    "Una de sus primeras acciones, que en ese momento tuvo un cariz precursor, se llamó Lima en un árbol" (1981). 
    “Entonces pasaban muchas cosas. El 17 de julio de 1977 fue el gran paro nacional que obligó al gobierno militar a convocar  las elecciones para la Asamblea Constituyente; había mucha efervescencia y conciencia política. La escuela [Bellas Artes] entró en receso un año después y, si bien teníamos una formación académica, toda la coyuntura social y política nos hizo mirar las cosas de otra forma”, cuenta Williams. 
    Su voz desde Máncora, a través del teléfono, suena delgada, aguda, y contrasta con la potencia de su obra. “'Lima en un árbol' fue un acto sorpresivo, no se anunciaba nada, no se decía que era una acción de arte. La gente, creo, se quedó con la idea de que era algo que interrumpía su cotidianidad”, recuerda. Entonces sucedió: cinco muchachos desgarbados cargaron un arbolito hasta el centro de la calle, en el cruce de Rufino Torrico y Nicolás de Piérola. Los transeúntes miraban impávidos, algunos choferes protestaron. El arte y la ciudad no volverían a ser los mismos.  
    En 1979 se formó también Paréntesis, un grupo que podría decirse fue el embrión de lo que sería después el taller EPS Huayco. Este último colectivo catalizó toda esa explosión social generada por la migración, una nueva sensibilidad que se estaba apoderando de Lima, y que no había sido —o no quería ser— percibida por el establishment artístico. Las actividades de Huayco —descritas en un prolijo libro de actas— se iniciaron en el verano de 1980 en una casona medio derruida de la calle Pedro de Osma, en Barranco. Ahí se reunieron, aparte de Williams, dos alumnos más de Bellas Artes: Juan Javier Salazar y Charo Noriega; y dos estudiantes de la Facultad de Arte de la Universidad Católica: Mariela Zevallos y Herbert Rodríguez; además de Francesco Mariotti, el líder del colectivo —quien había participado en el célebre festival de Kassel, en Alemania—, y su pareja María Luy. 
    Eran reuniones en las que se discutía mucho acerca de cómo encauzar hacia el arte esa nueva realidad signada por la irrupción de lo andino en una Lima sobresaltada. “Nuestro interés era entender toda la simbología que había detrás. Por eso uno de los proyectos que marcó cierta importancia para el grupo fue el trabajo que hicimos sobre Sarita Colonia: doce mil latas de leche, recogidas de los desperdicios, lavadas e intervenidas en forma de gran mosaico y puestas sobre un cerro, a la salida de Lima, en la Panamericana Sur”, recuerda el artista.

Consideras que Huayco fue clave para entender el arte urbano posterior. ¿Se podría decir que, aunque solo duró dos años, su gravitación fue más prolongada?  
Sí, creo que eso fue lo paradójico. Fueron prácticamente dos años de trabajo muy intenso que abrieron muchas ventanas a nuevas formas de hacer y de ver el arte que no se habían planteado antes. No podría decir que fue algo imprevisto porque tratábamos de tener cierta rigurosidad y disciplina al momento de hacer las cosas para ser conscientes de todos los proyectos que realizábamos. Planteábamos que el arte no solo estuviera circunscrito a las galerías, queríamos relacionarlo con lo cotidiano, con acciones y situaciones que no fuesen identificadas necesariamente como artísticas, pero que tenían una importancia simbólica a partir de lo que estaba sucediendo. Queríamos plantear una dinámica de trabajo colectivo que no existía… Huayco era, más que nada, una especie de laboratorio de investigación y experimentación.

¿Cómo llegaron a la figura de Sarita Colonia como símbolo de esa ciudad andina y migrante que entonces ya era Lima?
Recuerdo que habíamos hecho antes una encuesta bastante rudimentaria sobre los gustos estéticos de la gente, en la que contraponíamos imágenes tradicionales de arte con otras figuras icónicas de lo peruano. Una de las imágenes que más identificación tuvo entre el público fue una estampa religiosa. Eso nos dio una clave para acercarnos a Sarita.  
 
¿Has vuelto al lugar?
Regresé en 1999 y en dos oportunidades más, la última hace dos años, con algunos miembros del grupo, y la imagen estaba ya estaba bastante deteriorada. Son latas de leche y como están cerca del mar se malogran por la humedad. Cuando las pusimos, los ómnibus paraban y la gente se bajaba atraída por la figura de la santa popular. 

¿Por qué se disolvió Huayco?
Creo que cada uno quería seguir su propio camino. Pancho [Mariotti] y María [Luy] regresaron a Suiza, Charo [Noriega] se fue a París, Mariela Zevallos también se fue a Suiza, yo me marché a Nueva York y Herbert [Rodríguez] y Juan Javier [Salazar] se quedaron en el Perú, cada uno en quehaceres distintos. 


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Es viernes por la noche y la Plaza San Miguel es un hervidero de gente que se mueve entre las tiendas y los cafés. En uno de estos lugares, nos encontramos con Augusto del Valle, curador y profesor de la Escuela de Bellas Artes y de la Facultad de Arte de la PUCP. Del Valle ha sido convocado para curar la muestra titulada "Revisión: obras de Armando Williams" (1980-2016). Habla con calma, en medio del intenso murmullo que nos rodea, piensa cada expresión para encontrar las palabras exactas. “Creo que a Williams le ha interesado hacer una suerte de mirada panorámica que proponga al observador una trayectoria —dice—. Pero si miramos bien su obra no es tan lineal, pues hay procesos de trabajo que de pronto se ven suspendidos para ser retomados años más tarde. Por ejemplo, hay conexiones entre lo que llamo la ‘serie negra’, de comienzos de los ochenta, con obras de 1998 o 1999”. 
    Del Valle se refiere a una serie de grabados realizados por Williams, en paralelo a su actividad en Huayco, que buscaban reflexionar sobre la violencia desatada por Sendero Luminoso. En uno de ellos, “Pasado, presente y futuro” (1983), se entrelazan imágenes de una torre eléctrica derribada con fotografías de movilizaciones tomadas de la prensa que, según el curador, aluden a un “cruce bizarro” entre una estética expresiva, gestual, que llega de Humareda; y el conceptualismo que viene de su relación con Mariotti, y que refleja de manera contundente el espíritu de una época de suma tensión e incertidumbre.
    “Estamos frente a un artista complejo, que maneja varias técnicas y medios. No solo trabaja la pintura, sino también el grabado, el video, el arte no objetual, además de la intervención del espacio público”, dice Del Valle. En su opinión, el trabajo de Williams ha estado marcado por varias rupturas. “Una primera —explica— se da cuando el perfil individual queda supeditado al colectivo, vinculado a proyectos pensados con un espíritu crítico sobre la situación de la estética urbana; la segunda se produce cuando gana el Salón Nacional de Grabado del Icpna, con esa serigrafía que toma recortes del suplemento "El Caballo Rojo" y aporta, de manera excepcional, imágenes fotográficas al medio plástico; y la tercera sucede con su partida a Estados Unidos”.


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¿De qué manera tu viaje a Nueva York cambia tu vida y tu arte?
Hacia el final de mi experiencia en Huayco, presento en el Icpna unos grabados que tenían una relación directa con la coyuntura de la época, y que hacían referencia a los fardos precolombinos y a las torres derribadas por Sendero Luminoso. En cambio, en Nueva York, dejo la serigrafía y presento grabados hechos en placas de cobre, algo más clásico, con técnicas trabajadas en los talleres del Art Students League. Luego, realizo una maestría en el Pratt Institute a mediados de los noventa. Mi trabajo en esos años es abstracto puro.

A tu retorno, el Perú ya no era el que dejaste en los ochenta…
A poco de mi regreso se produce la crisis de los rehenes del MRTA. Vivo esa etapa y también la época de los vladivideos. Entonces, creo, traté de conocer todo lo que me había perdido y esa fue una de las razones por las hice curaduría de arte contemporáneo, pues quería plantear ciertos discursos a través de las obras de mis colegas; así como compartir mi experiencia con los jóvenes, enseñando en la Escuela de Bellas Artes. En paralelo, mi trabajo adquirió un tono mucho más abstracto, más visceral. Y hacia el 2000, empecé a viajar por el Perú, descubrí la Amazonía y realicé dos muestras relacionadas a ella, una en el Icpna y otra en la galería Artco.

La selva fue un nuevo detonante creativo. Ahí descubres una nueva vida. 
Sí… Me casé en Santa María de Nieva, una región en el Alto Marañón de difícil acceso, a donde se llega en peque-peque. Ahí entré en contacto con gente maravillosa, con aguarunas y huambisas. En la exposición hay algunas piezas pertenecientes a esta etapa. Hace dos o tres años, he vuelto a la selva, al Parque Nacional Bahuaja Sonene, pero con un objetivo diferente, para desarrollar un proyecto que diera visibilidad a esta zona. Esto derivó en una exposición en el Centro de la Imagen con artistas tan interesantes como Roberto Huarcaya, Diego Lama y Cristina Planas. 

¿Por qué eliges Máncora para vivir?
Venir a Máncora fue una decisión familiar. Creo que, después de haberme dedicado a la gestión cultural, sentía que quería hacer una pausa. Entonces, dije: “Mi vida se está yendo y necesito dedicarme a mi trabajo como artista, a esa parte creativa que felizmente tengo todavía bastante fuerte” [risas]. 


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“Cuando Williams regresa a Lima —continúa Augusto del Valle— ya no existe el horizonte utópico y colectivo que existía en los setenta y ochenta. Hay un interregno de algunos años hasta que él descubre la Amazonía y ahí sucede el reencuentro con lo utópico, con esas comunidades amazónicas que él ve como espacios de creación, desde una visión contemporánea del hombre relacionado con su entorno”. 
    En términos expresivos su obra cambia: redescubre el color como un estallido y la geometría. “Encuentra en las formas de las hojas de los árboles algo que ya insinuaba en la serie de grabados de 1994”, apunta el curador. Un ejemplo de todo ello es “Otorongo” (2005). 
    “Ahí hay un elemento sentimental, una energía psíquica, que lo reconcilia con sus afectos, algo que yo llamo ‘el cauce de la sustancia’, una especie de flujo que nos determina antes de hacer algo”, reflexiona Del Valle, mientras que en las otras mesas del centro comercial el coro de voces se hace más intenso. 

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Antes de colgar el teléfono, le pedimos a Williams que comente por qué organizó esta retrospectiva. “El término que uso es revisión —contesta— porque hay trabajos hechos recientemente que están relacionados con otros ejecutados en distintos momentos de mi carrera. Siempre pienso que en mi obra hay círculos, elipsis, que van y vienen”. Caminos que se bifurcan y que antes lo sacaron de la voraz Lima hacia el autoexilio, y que después le permitieron volver a redescubrir nuevos horizontes en lugares de calma suspendida, entre los ríos, o entre el campo y el mar. 

La agonía de Eros
por Gustavo Buntinx

Se me solicita una reflexión sobre la trayectoria de Armando Williams y sobre lo que hoy puede significar el taller Huayco E.P.S. Imposible responder todo en este espacio. Creo ser quien más intensa y extensamente se ha ocupado de ambos temas, y a esos textos me remito, para aquí envolverlos en la paradoja que ahora abisma esa historia: el éxito póstumo que amenaza incorporar aquel legado al repertorio kitsch de nuestra escena.
    Nada sorprendente en ello: el sistema del arte se nutre de la asimilación y el adocenamiento de lo que en algún momento lo desafiaba. Contra esa normalización de la diferencia, el desafío actual es rescatar la memoria de Huayco de aquello que lo consagra en los más tristes términos. El arte sistémico, las retrovanguardias, la medusa museal. Para ello importa recordar que el valor (no el precio) de Huayco trasciende la materialidad de sus obras. De hecho, las principales fueron concebidas para desaparecer en el espacio, en el tiempo, en la propia tierra. Como huacas abandonadas en el desierto. Ante el riesgo creciente de la mitificación comercial de esas ruinas, importa hurgar, más allá de las imágenes, en sus pulsiones esenciales. 
Verbigracia:

Entrar y salir del arte. El enemigo principal del arte es el mundo del arte. Que, sin embargo, se nos impone como su hábitat inevitable. Una fatalidad cuya trasgresión nutre nuestro imaginario más trascendente. Se trataba entonces —y ahora con mayor razón— de concebir una ecología alterna para el arte. Al menos como fantasía. A veces como fantasma.
El atisbo de lo espiritual. Contra el facilismo del sacrilegio trivial, Huayco ensoñó la ardua recuperación de las búsquedas primordiales que dieron origen al arte. Y a la propia condición humana (hoy en irresistible ocaso). Ese vislumbre religioso nos es de cada vez mayor vigencia. Y urgencia.
-Las agonías de Eros. Huayco condensó el penúltimo aliento vital, vitalista, en una escena crecientemente amagada por el Tánatos de los tiempos. El desplome de la "República de Weimar Peruana" ( 1980-1992 ), bajo las pulsiones de destrucción y muerte que lo avasallarían casi todo. Incluso el temperamento de algunos de los artífices antes comprometidos con la utopía esperanzada del arte colectivo.
-De la apropiación a lo inapropiado. Ante la reteorización banalizante —mercantil— de las vanguardias, Huayco se propuso subvertir a la subversión misma. Erotizarla con una vocación edificante, reparadora, sanadora. Pero no menos crítica por ello. La fricción creativa de lo pequeño-burgués-ilustrado y lo popular emergente. De la desconstrucción a lo reconstructivo. 

Podría continuar. Pero sería inútil, intonso incluso, ponderar los aportes individuales a cada uno esos desarrollos colectivos. 
    Resulta difícil, por ejemplo, asociar a Williams con las estridencias, las insolencias, del pop achorado, tan distintivo de momentos cruciales en la producción de Huayco. El personal registro sensible de Armando pareciera más bien dominado por la ambivalencia, la ambigüedad, la duda. La indeterminación, incluso el enigma. Rasgos que se prolongan en sus derroteros posteriores.
    Sin duda algo de todo ello se infiltra en el quehacer compartido. Pero el proceso de Huayco no respondió a una aritmética, sino a una alquimia. Una transustanciación, un precipitado de los tiempos terribles —y gloriosos— que le tocó (re)significar. Sin necesariamente saberlo. La comprensión distinta del arte a la que aspiramos debe hurgar sobre todo en el inconsciente de las imágenes. Y en su más allá: nuestro reto teórico decisivo es articular la semiosis personal a la semiosis social a la semiosis cósmica.
    No son los hombres quienes a través de los mitos se comunican, especulaba Levi-Strauss. Los mitos se comunican entre sí utilizando a los hombres para ello. 
    ¿Dónde la historia otra del arte que nos devuelva a esa intuición radical?

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