¿Por qué es necesario hablar de la ética en los funcionarios públicos? (ilustración: Giovanni Tazza)
¿Por qué es necesario hablar de la ética en los funcionarios públicos? (ilustración: Giovanni Tazza)
Rubén Quiroz

El maestro tradicionalista , un sabio cartógrafo sobre nuestras costumbres, tiene un demoledor texto, aunque revestido de ironía, de lo que fueron capaces nuestros antepasados. El texto se llama “Don Dimas de la Tijereta” y es un clásico de la formación escolar nacional, acaso impregnado de sutil y de permanente lección. Dimas, viejo taimado se enamora, pero es rechazado. A cambio del amor, ofrece su pobre almilla. Todos asumimos que, por conocer la pasión, prácticamente vendió su alma al diablo. Para ello, firma un pacto, como para que no quede dudas del acatamiento respectivo.

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Pasado el tiempo del contrato y cumplido el hechizo, el demonio exige el cumplimiento del acuerdo. Resulta, recordaran los lectores, que la susodicha almilla era en realidad el jubón, una parte de la vestimenta de la época. El truco estaba en el significado, en el uso ambivalente de la palabra. No era el alma lo que había ofrecido a cambio, argumentaba Dimas, como un ladino político actual, sino la simple y pedestre almilla, un pedazo de trapo. Es decir, un peruano, fue capaz de engañar sin pudor al mismísimo Diablo.

Entonces, al parecer, tenemos una capacidad histórica para justificar nuestras acciones por más torcidas que estas sean. Nos brota casi de manera natural usar la vía más corta para lograr un objetivo. No interesa quién esté en el camino. Lo importante, con alucinante y cínica eficacia, es alcanzar la meta. Y, como intuimos que el Perú casi es el reino de la y la desmemoria, insistimos en la práctica de la distorsión de la conducta como si fuera un deporte de alta competencia.

Hay quienes, incluso, comparan sus extraviadas hazañas y se imaginan triunfantes en el podio de la viveza. Un medallero olímpico de la artimaña. Así es como los que encuentran el vacío en una norma, lo aprovechan descaradamente hasta que la interpretación de los hechos esté a su favor. Por eso algunos cruzan la luz roja sin freno ni cuidado, porque lo ven como un llamado a acelerar. Y están los que se meten repentinamente en una cola aduciendo razones desde la misericordia hasta el amedrentamiento. Es así como se vacunan a escondidas, sin vergüenza, repitiéndose así mismos que lo hacen por el bien del país, por el bienestar de la humanidad. Cual desfachatada plegaria se reafirman que lo merecen y, además, proclaman, campantes, que nada indica que está prohibido hacerlo. Pero, como corresponde a los cobardes, el acto indigno lo ocultan, lo disfrazan, lo encubren.

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El sensacionalista espectáculo arranca cuando son descubiertos. Se inicia el galimatías, la justificación falaz, la legitimación oprobiosa. Aparece el término moral. Incluso, alguien menciona la . Como si ética y moral fueran lo mismo. Y, sin tregua y sin pestañar, traducen sus acciones sosteniendo que no es incorrecto, que no es inmoral, que, al fin y al cabo, todos lo hacen.

Todo lo dicen mirándonos a los ojos, sonriendo ante las cámaras, como si nosotros fuéramos los culpables por no comprender ese acto de magnanimidad. Que se vacunaron, arguyen imperturbables, sin perjuicio de nadie. Que no le quitaron la escasa y salvadora vacuna a ningún compatriota que lo necesitara. Tenemos un catálogo patibulario de ello: presidentes de la República, ministros de Estado, candidatos presidenciales, oportunos millonarios, convenientes lobistas, familiares encubiertos. Toda esa debacle moral en medio de una inclemente pandemia que no cesa en su crueldad.

La población, pasmada, agotada pero incesante, ante esa puesta de escena de indecencia, reclama honestidad, exige limpieza, solicita integridad. Si eso sucede, si pedimos persistentemente rectitud, no todo está perdido y que los Dimas contemporáneos ya no podrán engañarnos. Por lo menos, para ser estrictamente realistas, les será más difícil engatusarnos con sus almillas.

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