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Jaime Bedoya



Horrible a tiempo parcial, Lima fugazmente se convierte en otra durante los pocos meses que el sol la ilumina porque Dios lo manda. Es un paisaje que directamente afecta el ánimo y la subjetividad de quien habita en ella. Como el momento dura poco, cierta ansiedad latente se esfuerza por aprovechar esta temporalidad. El tráfico, el trabajo, la vida estorban la debida contemplación boquiabierta de una revelación natural que tal vez no sea otra cosa que el arraigo: echar raíces.

La majestuosa incursión oceánica en su bahía, dócil y llana en La Punta, orgullosa en su acantilado, con gentil decisión en el Morro Solar, configura un escenario anfibio del cual no puede jactarse ninguna otra capital sudamericana: la vista al mar, gracia visual por la que en los hoteles te cobran el triple.

Para los limeños el mar es algo normal. Está ahí todo el invierno, agreste, congelante, ahogando cadetes o tragando camionadas de basura a la fuerza. La única constante, todo tablista lo sabe, es la posibilidad infinita de olas domésticas a cinco minutos de la cancerosa rutina urbana. Esa concesión impagable de poder caminar sobre las aguas para no ir a ninguna parte. La normalidad nunca sorprende. Salvo cuando el espejismo veraniego la transforma.

La misia cultura del selfie está destruyendo el protagonismo del paisaje. Antes, frente a un espectáculo grandioso camuflado de cotidianeidad como el de la bahía de Lima, se rendían pinceles y lienzos, obviando al autor, esa pequeñez. Es lo que le sucedió al francés Ernest Charton en el siglo XIX al llegar a Lima. Retratista aventurero, abandonó mujer en Francia para recalar en Chile, donde se hizo de una carrera y no pocas admiradoras románticas. Es más, se alega que muere como adulto mayor envenenado por una de ellas. Tiene pinturas fundamentales de los paisajes y vida del Chile de esa época.

El aventurismo de Charton lo llevó a perseguir el sueño de la Fiebre del Oro. Pero el barco que lo llevaba a California fue asaltado por piratas, siendo los pasajeros abandonados en las islas Galápagos. El pintor llegó en calidad de náufrago a Guayaquil, donde fue asistido para retomar su trabajo artístico. Sus paisajes ecuatorianos son parte de colecciones particulares y nacionales de ese país.

De regreso a Chile el francés pasó por Lima en 1865. Tiene que haber sido en verano. Así se explica que el paisaje peruano que se le conoce, tal vez el único, sea el de una puesta de sol una tarde luminosa desde el malecón de Chorrillos. La esquiva belleza chorrillana quedó registrada 16 años antes de ser destruida por la invasión chilena.

“View of Chorrillos, Peru” es el nombre de la pintura de Charton que la casa de subastas Sotheby’s vendió en noviembre del año pasado por US$ 225.000. Su luminosidad, composición y profundidad de campo demarcan el umbral hipnótico de la provisional belleza limeña. Asoma La Punta por el norte, mientras un tímido San Lorenzo le indica al sol el poniente. Hay gente pero no demasiada ni muy cerca.

Solo falta una cerveza implacablemente helada para contemplar esa ciudad pintada como si fuera real, eterna, permanente.​

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