Manuelcha Prado, el enorme músico ayacuchano, se presenta en el Gran Teatro Nacional. [Foto: Alessandro Currarino]
Manuelcha Prado, el enorme músico ayacuchano, se presenta en el Gran Teatro Nacional. [Foto: Alessandro Currarino]
Jorge Paredes Laos



En Puquio, su tierra natal, le decían el Brujo. Y alguna vez en el Cusco lo bautizaron como Saqra, ese alocado diablillo pelucón que en la fiesta de la Virgen del Carmen, en Paucartambo, se sube a los techos de las casas, hace bromas pesadas y encarna el desequilibrio de una celebración que excede lo puramente religioso. Y algo de eso hay en el carácter rebelde y en la apariencia de Manuelcha Prado. El pelo largo y espeso, la barba crecida, la nariz puntiaguda y los ojos pícaros le dan un aspecto místico y a la vez mundano. Cuando sale al escenario, envuelto en su poncho marrón, parece un santón bíblico o un hechicero animado por los acordes de una guitarra. De sus manos sale, entonces, un sonido agudo parecido al silbido del viento sobre la paja seca.

Manuelcha Prado es —y ha sido desde inicios de los años ochenta— uno de los más destacados intérpretes de la guitarra andina, ese instrumento traído de España que en las alturas ayacuchanas se volvió indígena y cobró nueva vida, y acompañó a los hombres en las cosechas, en los cumpleaños, en las chicherías y en las serenatas. “Es muy difícil no ser músico en Puquio”, dice con cierta modestia. Y tal vez tenga razón, pues, en esta provincia, desde que nace la gente se acostumbra a escuchar las campanadas de las iglesias, los cantos de la milenaria fiesta del agua, el arpa y el violín. De esta región esencialmente musical —el sur andino peruano—, Prado ha rescatado huainos de origen prehispánico y colonial, ha reactualizado yaravíes y harawis, ha musicalizado poemas quechuas y ha compuesto temas en los que ha recogido —como dice— ese espíritu arguediano que siempre lo acompaña. Después de todo, él también creció en esos pueblos que se narran en Los ríos profundos, entre Puquio, Lucanas y Andahuaylas.

Una selección de estos temas —además de una mulisa a Grau, con versos de Juan Gonzalo Rose, y de un poema de José Santos Chocano traducido al quechua— se podrá escuchar el próximo miércoles 29 de noviembre en el Gran Teatro Nacional. Esa noche Manuelcha Prado, acompañado por Nancy Manchego y la Princesita de Yungay, volverá a subir a un escenario. Uno más en una carrera que ya lleva casi cuatro décadas como profesional y toda una vida como intérprete de las tradiciones de su tierra.

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La puerta se abre y aparece un hombre con expresión grave. Me da la mano, se sienta y coge la guitarra como si fuera a dar un concierto. La sala está casi vacía. Los únicos muebles, más allá de unas cuantas sillas, son tres o cuatro atriles para partituras. En las paredes, enchapadas en madera, se exhiben carteles de películas de Chaplin y Fellini, y de un viejo filme peruano de los años sesenta, Kukuli. Más allá, en otro antiguo póster, se anuncia el espectáculo Gala Andina que en el 2009 iba a reunir por primera vez a dos grandes de la guitarra ayacuchana. Uno de ellos era el maestro huamanguino Raúl García Zárate —fallecido hace solo unas semanas— y el otro es el hombre que tengo al frente: Manuelcha Prado.

El concierto El Sonido de la Tierra se iniciará a las 20:00, en el Gran Teatro Nacional (av. Javier Prado Este 2225, San Borja). Entradas en boletería y Teleticket. [Foto: Rolly Reyna]
El concierto El Sonido de la Tierra se iniciará a las 20:00, en el Gran Teatro Nacional (av. Javier Prado Este 2225, San Borja). Entradas en boletería y Teleticket. [Foto: Rolly Reyna]

Prado abraza la guitarra, la hace flotar en el aire, y empieza a tocar. Toda la atmósfera solemne de su oficina y centro cultural, ubicado en el corazón de esa Lima colonial, se diluye. Son solo segundos pero él también se transforma, murmulla algo que parece ser una canción en quechua, y suelta una risa amplia y sincera. Entonces, empieza a hablar.

Me cuenta que la primera vez que oyó el nombre de Raúl García Zárate era un niño que escuchaba la radio en Puquio. Ahí tocaban las composiciones del maestro. “Por eso fue un honor que haya asistido a mi primer concierto en el Teatro Segura. El doctor se dignó a venir y se sentó junto a mis amigos poetas de la Asociación Nacional de Escritores y Artistas”, recuerda.

Eso fue a inicios de los ochenta. Él acababa de abandonar la universidad de San Marcos para probar suerte con la guitarra, el instrumento que lo había acompañado desde los 11 o 12 años, cuando una tarde soñó con ser músico, mientras escuchaba a un guitarrista huamanguino que —asegura— le cambió la vida.

El relato lo cuenta Prado mientras sus dedos juguetean con las cuerdas de la guitarra. “Yo conocí este instrumento a través de mis tíos y algunos vecinos que se acompañaban y punteaban un poco, muy bonito. Pero me capturó realmente cuando escuché a don Arturo Prado, un guitarrista de Huamanga, quien enamorado de una mujer había llegado a vivir a Puquio. No era familiar mío, a pesar de tener el mismo apellido, sino un maestro de la escuela en la que estudiaba. Lo escuché tocar y cambió todo para mí. Tenía una bufanda y un sacón enorme, y por las tardes se iba a las afueras del pueblo, a las cantinitas, a las chicherías, a tocar. Yo lo seguía, escondido, para que no me viera. Me quedaba ahí, oyendo sus historias. Él tocaba, tomaba su cuartito de cañazo y hablaba. Explicaba qué era un yaraví, qué era una qashua (danza y canto alegre de la siembra). Interpretaba un huaino de los morochucos, y explicaba quiénes eran estos personajes. Contaba que eran unos jinetes blancos, barbados y de ojos claros, que descendían de los almagristas, quienes habían perdido la guerra civil en los años de la Conquista, y se habían refugiado en las pampas de Cangallo donde habían aprendido a hablar quechua y a chacchar coca. Me pasaba dos, tres horas escuchando estos relatos hasta que un día me descubrió. ‘¿Quién eres?’, me preguntó. ‘Manuelcha Prado’, le respondí. ‘Caramba, ¡qué tal nombre!’, me dijo. ‘Serás mi sobrino entonces’, y me abrazó”.

   —¿Fue él quien le enseñó a tocar?
   —No… Él me dijo: “Si quieres tocar la guitarra, lo primero que tienes que hacer es aprender a escuchar”. Don Arturo Prado no me enseñó a tocar, sino a amar la música.

Manuelcha a los 12 años, con su primera guitarra. Lo acompañan su tío Moisés y su hermano Percy. [Foto: archivo familiar]
Manuelcha a los 12 años, con su primera guitarra. Lo acompañan su tío Moisés y su hermano Percy. [Foto: archivo familiar]

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Manuelcha Prado parecía estar encaminado a ser maestro de escuela como su padre, su madre y sus tíos. Nacido en la comunidad de Pichqachuri, en el barrio más indígena de Puquio, pasó sus primeros años entre dos culturas, como alguna vez le contó al periodista Antonio Muñoz Monge: “Yo recuerdo a mi abuela materna quechuahablante, con su rostro bellísimo y su atuendo tradicional. Pero, además, viví con mi otra abuela misti (blanca), que me hablaba en un castellano exquisito, lleno de metáforas”. De ellas aprendió las dos lenguas. En Pichqachuri la música que más escuchó fue la de los indios de los pueblos y no tanto la mestiza que se oía en las ciudades. Así empezó a descubrir las fiestas campesinas, a disfrutar del sonido de la naturaleza, del agua y del viento, ecos que más tarde incorporaría en sus composiciones.

Saber tocar la guitarra en un pueblo festivo lo llevó de adolescente a la bohemia, y tal vez su vida se hubiera perdido entre serenatas, fiestas y amoríos juveniles. Pero, un día, su madre lo llamó a él y a su hermano Percy para decirles que se iban a vivir a Lima, a la casa de su padrastro, don Julio Llamoca, y a terminar el colegio en la capital. “Nosotros ya conocíamos Lima, habíamos estado de paso, de visita, pero vivir aquí fue otra cosa. Era un mundo totalmente distinto, muy hostil”, narra Prado.

Los matricularon en el colegio Pedro Coronado, en la cuadra tres del jirón Moquegua. En ese momento, a inicios de los setenta, la ciudad hervía entre la crisis económica, los paros sindicales y la chicha, el nuevo sonido de los migrantes. Los dos adolescentes, sin embargo, no tardaron en adaptarse a esta nueva vida y, al poco tiempo, con otros tres muchachos provincianos, ya habían formado el grupo Tempestad Cinco. “Nos conseguimos dos guitarras eléctricas, unos timbales, aprendimos las canciones de moda y nos fuimos a amenizar fiestas. Tocábamos cumbia pero, al final, la gente nos pedía huainitos y nosotros sabíamos como cancha”, cuenta Prado, y suelta una carcajada que compite con las bocinas, afuera en la calle.

Esta aventura terminó pronto. Su madre, otra vez, los llamó al orden. “Yo no los he mandado a Lima para esto —les dijo—, ahora mismo se ponen a estudiar”. Percy ingresó a la Villarreal y Manuelcha entró a La Cantuta, pues quería ser maestro. En la universidad, se olvidó de las guitarras eléctricas y volvió a las acústicas. “Con esto —dice, mientras, nuevamente, interpreta una melodía— es más difícil hacerse oír, se requiere más técnica, pero uno se ve recompensado con la belleza de la armonía”.

El intérprete ayacuchano en Alemania, a inicios de la década de 1990. [Foto: archivo familiar ]
El intérprete ayacuchano en Alemania, a inicios de la década de 1990. [Foto: archivo familiar ]

   —¿Por qué dejó La Cantuta?
   —La cosa estaba movida. En esos años había tremendas broncas en el comedor de estudiantes entre las distintas facciones que había en la universidad. Nosotros estábamos tratando de descubrir la política y en una oportunidad marchamos hacia Chosica, con la Federación Universitaria. Se produjo un enfrentamiento con la policía, mataron a un estudiante, y uno de mis amigos recibió varios perdigonazos en el cuerpo. Ese fue nuestro bautizo en la lucha social. El asunto es que seguimos estudiando y una noche se produjo la intervención. La universidad terminó cerrada y fuimos a parar con nuestros huesos al colegio Leoncio Prado, que se convirtió en un campo de concentración. Estuvimos detenidos cerca de un mes, y después, poco a poco, nos fueron soltando. Fueron épocas de mucha lectura, nos leíamos todos los periódicos que llegaban de Moscú, también el Granma de Cuba, amén de todo lo que se producía en el país. Cuando salí ya no quería ser maestro, sino antropólogo. Yo siempre he dicho que ingresé a La Cantuta con lentes ahumados y salí con ojos dialécticos. Ahora me doy cuenta de que mi ojo dialéctico no era marxista, sino socrático.

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De La Cantuta pasó a San Marcos. La estancia ahí también fue breve. La infiltración senderista era cada vez más notoria y “las balas corrían por todos lados”. “Era muy peligroso —cuenta—. Además, ya me había casado con Josefina (Díaz) y había nacido Trilce, la mayor de sus cuatro hijos (los otros son Lucero y Amaru; y Sonia, de otro compromiso). Un día le dije a mi mujer: ‘Dejemos la universidad y dediquémonos al arte’. Felizmente, nunca me había apartado de la guitarra y en el camino había conocido gente, poetas y artistas, y en los restaurantes y peñas se nos fueron abriendo algunas puertas”.

Por esa época, produjo su primer casete. “Ya no llegué al vinilo”, ríe. Lo tituló Guitarra indígena y no pudo ser más preciso. Lo que Manuelcha Prado reunió en aquella producción era lo que él llama “el gran soplo de la música pentatónica andina”. Música que se formó en un proceso de muchos años a través de la fusión entre la guitarra y la profundidad de las armonías ancestrales, hasta dar a luz algo nuevo. En 1982 ocupó el segundo lugar en el Festival de la Canción Peruana Daniel Alomía Robles, con el tema “Piedra en el camino”, y luego sorprendió al jurado del festival Chabuca Granda con una canción dedicada a su hija: “Trilce”. Le dieron el primer premio. De esta manera, llegó el concierto en el Teatro Segura, el padrinazgo de Raúl García Zárate y la consagración.

El especialista, también puquiano, Rodrigo Montoya Rojas, autor del libro Encanto y celebración del wayno, me dice por el teléfono: “Manuelcha logró, con extraordinario talento, convertir la música del arpa y del violín, que era típica de la fiesta del agua en Puquio, en una melodía de la guitarra. Era algo que nunca antes había ocurrido. Cuando lo escuchamos en el Segura, los que conocíamos esa música, quedamos conmovidos”.

De ahí vinieron nuevos discos —Testimonio ayacuchano, con Carlos Falconí (1985); Guitarra y canto del Ande (1987); Saqra (2000); El solterito (2003); Madre andina (2007), y Vidallay vida (2012)—, así como giras al extranjero: recitales en Dinamarca, Alemania, Noruega, España, Argentina, Estados Unidos. No obstante, su vida no era tan fácil como podría creerse.

Prado baja la voz y cuenta: “Tengo una composición que se llama ‘Panorama ayacuchano’ y la hice en la época de la guerra interna, cuando no se podía hablar mucho. Entonces, dialogué con la guitarra”.

   —Fue una época terrible para Ayacucho y todo el país… —Sí, a mí me afectó mucho… Perdí un hermano, hasta ahora está desaparecido. Venía de Ayacucho a Lima y no sabemos en qué circunstancias desapareció. Se llamaba Efraín Llamoca; éramos hermanos de madre. Toda la familia se movilizó en su búsqueda, pero nadie nos dio razón. Hace poco hubo una comisión de búsqueda de personas desaparecidas; he tratado de averiguar, pero nada. Esas son heridas que quedan de una situación de conflicto. Fue una época fatídica que ojalá no se repita.
   —Usted ha dicho que la música ayacuchana también fue cortada por la violencia.
   —Sí, antes de eso yo sentía que la música ayacuchana se erigía como la vanguardia peruana, con muchas posibilidades de trascender. Luego nos dieron en la columna vertebral. Se apagó el estilo, la melodía, muchos músicos migramos y hubo una discontinuidad. Ahora estamos tratando de reconstruir lo perdido ya desde otros lugares; yo desde Lima (vive desde hace varios años en San Juan de Lurigancho), otros desde Cusco, y otros desde el extranjero. El peligro que veo es que nos dejemos envolver solo por lo comercial, que eso desborde lo artístico.
   —¿Un ejemplo?
   —Que solo se haga música bailable y se pierda lo histórico, lo profundo.

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El hombre deja por un momento la guitarra. Cuenta que, si antes había hecho un homenaje a Vallejo, ahora anuncia para el próximo miércoles un agasajo a José Santos Chocano, un poeta que considera olvidado. Dice que, con su hija Trilce, ha traducido al quechua el poema “Nostalgia”, y se pone a recitar: “Hace ya diez años/ que recorro el mundo. /¡He vivido poco!/ ¡Me he cansado mucho!…”. Después ríe y dice que siempre se ha considerado alguien que ha ido contra la corriente. Por eso se dejó crecer el pelo sin importar lo que le dijeran los mayores. Con esa melena, ahora casi blanca, reconoce que se parece más a ese saqra de la Virgen del Carmen.

Es, en el fondo, un diablo travieso que un día, en el colegio, decidió cambiar para siempre su serio nombre de pila —Manuel Prado— por el juguetón Manuelcha, como lo llamaba su abuela.

Manuelcha Prado ha participado en dos montajes teatrales: "Amor Mundo" y "Yawar Fiesta" de José María Arguedas. [Foto: Rolly Reyna]
Manuelcha Prado ha participado en dos montajes teatrales: "Amor Mundo" y "Yawar Fiesta" de José María Arguedas. [Foto: Rolly Reyna]

Manuelcha y Raúl

El guitarrista nacido en Puquio siempre consideró al huamanguino su maestro. Le pregunto a Rodrigo Montoya si se puede decir que ambos —Manuelcha Prado y Raúl García Zárate— representan un mismo estilo: “La figura mayor ha sido García Zárate, pero él era un concertista y un especialista de la música de la Huamanga señorial, la que escuchaban los profesores, las autoridades, los hacendados, con un ritmo y una cadencia particular de estos sectores; en cambio, Manuelcha representa el huaino del sur, de Lucanas, con una melodía distinta, con un ritmo marcado por la poesía indígena. Esa originalidad le ha permitido ganarse un lugar como intérprete de la guitarra ayacuchana. Y, además de concertista, Manuelcha es también compositor y cantante. A mí me gustaría que él pase a ocupar el lugar que ha dejado don Raúl, aunque existen muy buenos músicos que vienen detrás”.

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