[Foto: Getty Images]
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Jaime Bedoya


El mundo se estaba vengando y era digno de verse: el asombro meteorológico hacía seguir por televisión la trayectoria del huracán Irma.

     Noche de jueves: estaba en México y, a lo lejos, sonaba una alarma que se interpretaba como la de algún auto. Nostalgia propia del sonido ambiental limeño.

     Era la alarma sísmica. Las paredes de la habitación del quinto piso empezaron a oscilar, no a temblar. Se mecían de un lado a otro como si se hubieran vuelto líquidas. No había ruido. Irma seguía avanzando furiosa en la pantalla hasta que se cortó la electricidad. Por megáfono se dio la orden de evacuar.

     Las escaleras de emergencia eran estrechas y estaban congestionadas. El ducto se retorcía como plastilina y no era difícil imaginar un desplome inminente. Había chicas en pijama, sin zapatos, tipeando despedidas ágrafas en sus celulares. Todo lo que no alcancé a decirte.

     En la vía pública, a oscuras, los huéspedes del hotel se confundían con los vecinos reunidos ante instrucciones de civiles en chalecos fosforescentes. La tierra seguía temblando y aún había Internet en los celulares. Recibías agua y frazada así no las pidieras.

     Los primeros reportes hablaban de un terremoto de 8,2 grados, epicentro sur: el sismo más fuerte de los últimos cien años en México, y 50 millones de personas lo sentían a la vez. Pero no había desorden. No había pánico. Era una demostración de una virtud bajo presión: cultura sísmica.

     En 1985, más de tres mil personas fallecieron ahí durante un terremoto de 8,1 grados. La lección no fue en vano. El actual Sistema de Protección Civil mexicano es considerado uno de los mejores del mundo. Su organización de alarma sísmica, mediante sensores a lo largo del país, permite anticipar intensidades y seleccionar ciudades a la cuales advertir a través de altavoces públicos. El aviso llegó al D. F. con 50 segundos de anticipación.

     Luego de la tragedia del 85 todas las construcciones mexicanas se realizan con estrictas regulaciones antisísmicas. Estas suponen anclajes que en algunos casos llegan hasta nueve pisos bajo tierra. Además, utilizan amortiguadores hidráulicos. Esto permite el movimiento ondulatorio de las construcciones, que generan un efecto disipador de las ondas telúricas. Los edificios imitan al bambú.

     Cuando Raúl Alfaro, ingeniero peruano que también estaba en México la noche del terremoto, sintió las primeras ondas levantó los ojos y miró la estructura de su habitación. Calibró la ondulación y dijo: “No necesito moverme de aquí”. Y no se movió del piso siete.

     Al día siguiente, ya se habían registrado más de 482 réplicas en Chiapas, y el saldo de muertos bordeaba el centenar de personas. Declarados tres días de duelo nacional y con los sistemas de asistencia en curso, se advertía que los brutales 8,2 no eran en realidad propios del gran terremoto ante el que México debía estar alerta. La letra del himno nacional tiene una estrofa que dice “y retiemble en sus centros la tierra”.

     “Lo que no se dobla se quiebra”, decía el ingeniero peruano, tequila en mano, días después del susto. Especulando sobre lo que hubiera pasado en Lima con un terremoto por encima del grado ocho, los tópicos eran los previsibles: víctimas, pánico, saqueo, demagogia.

     Y crispación de sabor nacional: un grupo culpando al otro de que el mundo tiemble queriendo deshacerse de todos a la vez.

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