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Jaime Bedoya


Qué dulce es la resaca del triunfo. Nadie le reclama nada a nadie. Compartir, ese esquivo verbo entre quienes vivimos acostumbrados a tolerarnos con recelo, se materializa como el disfrute simultáneo de una alegría que a solas no sirve. Este ánimo posiblemente sea leve y pasajero, ¿y qué? Digan lo que quieran, amigos de las sombras y gourmets de la bilis: esa alegría ya es nuestra, y eso es lo que importa.

Qué duro que esto suceda en este país, donde un día de semana cualquiera, por descuido, por desdén y por qué más da, cinco mil años de historia acaban carbonizados en cuestión de minutos. Hay indignación y reclamo posteriores, detallada explicación de todo lo que pudo haberse hecho para evitarlo, argumentación que corre paralela a la convicción de que no pasará nada porque así son las cosas en este país que ahora celebra.

Qué fuerte que esto suceda en este país donde está casi establecido que el rabo de paja es un rasgo en común de todo aquel que reclame votos. Lo arrastra la oposición, el oficialismo, presidentes, expresidentes y aquellos que están en el medio. La situación establece un inmenso techo de vidrio sobre la nación, dejando a quienes la manejan (es un decir, todos ellos tienen choferes) mirándose a la cara como dos cowboys a punto de desenfundar. Cómo no celebrar. Tiritando, posiblemente, pero celebrar.

Qué difícil celebrar en este país, donde hace casi un año la naturaleza arrasó con tanto y la prometida reconstrucción se entrampa en un proceso que nace condenado por la burocracia, el egoísmo y la incompetencia. Al cabo de diez meses perdidos, el ciclo natural de lluvias se empieza a anunciar nuevamente, y el desastre amenaza con parsimonia e inevitabilidad. Pero qué golazo el de Farfán. Ojalá calmara los cielos.

Pero es en este mismo país donde se quema el pasado, se ensucia el presente y se ignora el futuro, en que millones de personas de bien se levantan, desayunan (o no), se lavan los dientes y salen a la calle dispuestos a darle la contra a todo lo anterior sin que nadie los reconozca, premie o tenga que pedírselo. “Creo en el trabajo sobre todas las cosas”, dice el entrenador argentino del equipo nacional que ha logrado ganarle a la maldición de hacer las cosas mal. La disciplina, la honradez y la convicción también pueden ser peruanas.

Una de esas personas —su nombre es Josefina—, esta mañana, al cabo de un año quemándose las pestañas, da su último examen para aprender a ser alguien que ayude a curar y a curarnos. Es mi hija, eso es anécdota. Lo que importa es que sea ciudadana de un país cansado de ser agreste y desalmada tierra de desconcertadas gentes que caminan siempre buscando el atajo y con un puñal bajo la manga.

Da orgullo, y alivio antes que alegría, poder regresar a la vieja escuela de ese arquero argelino que fungía de filósofo cuando decía: “Quiero creer que en los hombres hay más cosas dignas de admiración que de desprecio”.

Jose, reconócete en lo admirable. Rusia es solo una metáfora. Lo que importa es que estamos de vuelta. Seamos lo que siempre se decía que no podíamos ser.

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