[Ilustración: Giovanni Tazza]
[Ilustración: Giovanni Tazza]
Miguel Giusti



Que la mentira y el engaño sean moneda corriente en la vida política no es obviamente una novedad, ni en el Perú ni en el mundo, ni lo es tampoco que la democracia sea un régimen expuesto a la manipulación o al populismo. Desde la antigüedad se nos ha advertido sobre estos peligros, en particular Platón y Aristóteles, que fueron los filósofos que acuñaron el concepto y analizaron con detalle los conflictos que podían presentarse entre la conducta política y los principios de la moral.

El problema ha adquirido penosa actualidad en nuestro país debido a la insólita componenda entre los políticos, llevada a cabo deliberadamente con engaños, negociando bajo la mesa y faltando a la palabra empeñada. Pero lo más llamativo es que el arreglo es elogiado por algunos, que en ello mismo se delatan, como una obra de astucia política, como una operación hábil y exitosa que nos augura tiempos mejores.

Hay tras esta interpretación una vieja controversia sobre el sentido de la política que conviene traer a la memoria. Fue Maquiavelo quien sostuvo de manera explícita que el político debe tener una doble moral. Dado que lo más importante para él es preservar el poder y garantizar la estabilidad de su gobierno, no puede someterse a los principios de la moral pública, sino debe más bien cultivar otro tipo de ‘moral’, que consiste en la técnica o el arte de gobernar, para los cuales la otra moral es un obstáculo. Pero, eso sí, debe fingir que se atiene a la moral pública y acomodar su discurso a las circunstancias para sembrar la ilusión entre los ciudadanos de que cree en algo que con plena conciencia no cumple. Por eso precisamente dice Maquiavelo que el político debe ser mitad hombre (que respeta la ley) y mitad bestia (que usa la fuerza del león y la astucia del zorro).

Para que esta interpretación funcione, el pueblo debe ser considerado ignorante, ingenuo y manipulable. Eso también creía Maquiavelo, como puede comprobarse en sus escritos. Pero lo que ya no se halla en él, pese a la sangre fría con que defiende el cinismo de Estado, es que el político deba promover la corrupción. Esto debe resaltarse porque en la componenda llevada a cabo en nuestro país se pretende, superando a Maquiavelo, hacer un pacto de impunidad que no solo se imponga con malas artes, sino que además exculpe de responsabilidades legales a los políticos involucrados en actos notorios de corrupción, a costa de la población y de la institucionalidad democrática.

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En contra del maquiavelismo político, hay una vieja tradición republicana que exige de todos, incluidos los políticos, el respeto de la ley. Se recoge en la más clásica versión liberal, que se funda en el acatamiento de un pacto social que consagre el Estado de derecho y el trato universalmente igualitario. Contravenir ese pacto no solo es inmoral, sino es además contraproducente, porque termina por dañar el entero tejido social. Decía por eso Kant que “hasta un pueblo de demonios” se sometería a la ley, a sabiendas de que lo contrario, la impunidad, traería consigo más costos que beneficios para todos.

Pero la moralidad de la política se recoge también, en otro sentido, en la tradición republicana, es decir, en la conciencia de que debemos promover un bien común, una sociedad justa y equitativa, con la participación activa de ciudadanos comprometidos. En un sentido o en otro, se ha logrado desarrollar en el tiempo una cultura ciudadana, una convicción universal de que la política debe someterse a principios éticos y genuinamente democráticos, y esta cultura se ha plasmado en numerosas convenciones internacionales de las que nuestro país es signatario.

En el fragor de los debates apresurados e irresponsables de los últimos días en el país, se repetía con frecuencia, especialmente de parte del gobierno, que debíamos preservar “la democracia que tanto nos había costado recuperar”. Se advertía, así, que se cernía sobre nosotros el peligro de volver a una etapa nefasta y no muy lejana, en la que se destruyó por completo el tejido institucional e imperó la corrupción, aunque, claro está, bajo un régimen político maquiavélico, tan astuto y cínico como el que se quiere ahora emular.

No debería sorprendernos, por eso, que se hayan encendido en el país las reacciones emocionales, entre ellas especialmente la indignación. Porque la indignación es un sentimiento moral, no es solo la expresión de una discrepancia teórica. Es una protesta ética vital contra el engaño y la traición de los políticos. En la indignación ciudadana se expresa, como decía Rorty, la autoestima de una nación: la convicción de que su orgullo es superior a su vergüenza, de que no tenemos por qué resignarnos a vivir bajo condiciones de impunidad, sino que nos merecemos un país mejor.

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