Alberto Fujimori bebió un sorbo del vaso con agua que tenía frente a él. Levantó lentamente la mirada y se dirigió a un país de 22 millones de habitantes a través de un mensaje transmitido por televisión.
En cada párrafo, el ingeniero de 53 años dejó entrever que las medidas que iba a dictar las maduró durante meses. Aquella noche del 5 de abril de 1992, el discurso de Fujimori se convirtió en el último golpe de Estado en nuestra historia republicana.
Bajo la premisa de iniciar un período de emergencia y reconstrucción nacional, el entonces mandatario anunció la disolución del Congreso en el que su partido, Cambio 90, no tenía mayoría.
El inicio de su mandato estuvo marcado por un tira y afloja con el Legislativo: Alberto Fujimori emitió una serie de decretos legislativos para fortalecer al Ejecutivo y potenciar el rol de las Fuerzas Armadas, pero el Parlamento se resistió férreamente.
Con el autogolpe, Fujimori también intervino el Poder Judicial, el Consejo Nacional de la Magistratura, la Contraloría General y el Tribunal de Garantías Constitucionales. Su argumento fue que el Perú requería fortalecer la lucha contra el terrorismo dándole protagonismo a las Fuerzas Armadas y respaldándolas con legislación antisubversiva, erradicar la corrupción y reformar las instituciones.
Mientras el discurso era transmitido, las Fuerzas Armadas salieron a las calles para evitar oposición. Fujimori no quería correr ningún riesgo.
El mundo dio un giro dramático en 1990: mientras el sueño de la Unión Soviética empezaba a desmoronarse, Estados Unidos empezaba a escribir el primer capítulo de la Guerra del Golfo.
En setiembre de 1991 en Haití, Jean-Bertrand Aristide, el primer gobernante elegido democráticamente en ese país, fue derrocado después de haber permanecido apenas siete meses en el sillón presidencial.
¿Qué ocurría en el Perú?
Al inicio de su mandato, Fujimori no contaba con mayoría ni en el Senado ni en la Cámara de Diputados. Después del autogolpe se conformó un Congreso Constituyente Democrático (CCD) de 80 representantes.
Su principal encargo fue elaborar la Constitución de 1993, que no solo estableció un Parlamento unicameral, sino que permitió la reelección presidencial inmediata, lo que fue clave para la permanencia de Fujimori en el poder.
“El CCD no fue un deseo de los golpistas ni fruto de la presión de las fuerzas opositoras, sino el resultado de la presión internacional encabezada por la OEA”, escribió el ex presidente del Congreso Henry Pease en su libro “La autocracia fujimorista. Del Estado intervencionista al Estado mafioso”.
Después de un referéndum, la nueva Carta Magna entró en vigencia en 1993. Dos años después, en las elecciones de 1995, Fujimori consiguió una mayoría absoluta en el Legislativo: 67 de los 120 escaños eran de la coalición Cambio 90–Nueva Mayoría.
Tres testigos del autogolpe relatan sus experiencias y, desde su perspectiva, evalúan lo ocurrido.
En 1990 fue electo diputado por el Fredemo de Vargas Llosa. Durante el gobierno de Ollanta Humala fue ministro de Defensa y jefe del Gabinete.
Aunque llegó a la vicepresidencia en la plancha de Fujimori, se convirtió en opositor al régimen e incluso juró como presidente del Perú en el Colegio de Abogados de Lima el 21 de abril, días después del golpe.
Férrea defensora de Alberto Fujimori y del autogolpe, formó parte del Congreso Constituyente de 1992 y tres años después fue reelecta y ostentó la presidencia del Parlamento.
El 7 de abril de 1992, una encuesta de Apoyo (ahora Ipsos) reveló que el 71% de los peruanos aprobaba la disolución del Congreso. Pero 20 años después, un sondeo de la misma empresa destacó que solo el 47% aprobaba la decisión de Fujimori.
Consultados por El Comercio, los analistas políticos Luis Nunes, Enrique Castillo y Luis Benavente coincidieron en que el entonces jefe del Estado pudo haber efectuado las reformas que el país requería sin un autogolpe y que no existió justificación para lo sucedido.
Incluso en el fujimorismo, que hasta hoy defiende la medida tomada por su líder histórico, hay consenso en que no es viable que la historia de aquel 5 de abril se repita, más aún cuando casos como el de Venezuela demuestran que las rupturas democráticas todavía no están enterradas en el pasado.