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Sobrevivir a los malditos celos

El miércoles 28 de julio del 2010, una mujer fue quemada con agua hirviendo por su ex pareja mientras dormía. La Policía arrestó al desquiciado pero una fiscal lo dejó libre. Esta es una historia de lucha contra la vergonzosa justicia y el trágico revés de la vida.

Alguien abre el portón de la quinta signada con el 442 del jirón Libertad, en el Rímac, y aparece entonces la figura lozana de una mujer alta y de cabello rojizo a la luz de este domingo caluroso. Viste un polo con las mangas recogidas, shorts y no hace el menor ademán de cubrirse el rostro o taparse el cuello. El breve espacio que ahora señala hacia su vivienda, la número 4 del solar, es el mismo por donde hace más de 5 años corrió sintiendo que se quemaba viva. Por aquí, en medio de estas estrechas paredes de quincha, gritó de madrugada al ardor intenso de sus nervios hasta que un vecino la socorrió. Hoy sonríe segura.

En las últimas imágenes que los canales de TV difundieron de este lugar, la cusqueña Elizabeth Alanya Sánchez aparecía con la cara, el torso y los brazos completamente vendados. Apenas podía hablar. Junto a ella, sus hermanas exigían con ira y llanto que quien la había dejado así purgue largos años en cárcel. También clamaban por ayuda: más vendas y cremas para contener los dolores de Elizabeth. El 28 de julio del 2010, la mujer fue quemada con agua hirviendo por su ex pareja mientras dormía. Tenía, entonces, 38 años.

El camarote donde Alanya sufrió el salvajismo de Julio César Jaimes Sal y Rosas sigue en el mismo sitio del domicilio que alguna vez compartieron. También, la cocina de cuatro hornillas donde este calentó el agua antes de arrojársela y huir. Elizabeth asegura que la noche previa al ataque, Jaimes le preguntaba de forma recurrente si ya se iba a acostar. Y que lo hizo cerca de las 12 a.m. Él se quedó viendo televisión y tomando cerveza. Para ese momento los celos enfermizos de Julio César, diez años menor que Elizabeth, ya habían devenido en el cisma definitivo de la relación. Ella se lo había confirmado y no dio marcha atrás.

Quizá por eso se durmió tranquila, dice. Saber que no estaría más con el hombre que la seguía a hurtadillas por donde fuera, que la insultaba en público y le robaba sus productos confeccionados para venderlos, le había dado una paz insondable. La noche de la agresión era la última que le permitiría estar dentro de su casa. Horas antes, cuando Elizabeth celebraba su cumpleaños con sus hijos y el padre de estos, en una pollería, Jaimes la buscó para increparle por esa cita. Ella lo rechazó y le dijo que iban a conversar después en su vivienda. De repente, y sin imaginarlo, la mujer programó así su tortura.

Con el índice derecho, Elizabeth vuelve a indicar el camino que siguió desde su habitación tomándose el estómago en busca de auxilio. Jaimes dejó caer por ahí la olla arrocera que utilizó para hervir su impotencia y escapó a la carrera. Otro brusco recuerdo traslada a la mujer hasta la sección de Emergencias del Hospital Arzobispo Loayza. Ese frío espacio donde la ducharon, le untaron cremas y la mandaron de vuelta a casa, sin mayor reparo en sus daños.

En los días siguientes, cuando el padecimiento no la dejaba ni respirar, y el personal médico resarcía su negligencia volviendo a hospitalizarla, el agresor fue detenido. No obsntante, un juez volvió a liberarlo pronto porque la familia de la víctima no presentó el certificado médico que acreditaba la embestida. Peor aún, más tarde una fiscal igual de incapaz e indolente apenas denunció a Jaimes por lesiones leves a juicio de que “el agua caliente no mataba”. Y optó por archivar el caso.

Las ampollas, entonces, no le habían ardido tanto a Elizabeth como la indignación que ello le causaba. Solo la férrea lucha de Zelmira, su hermana mayor, movió a los entes de justicia hasta que el brutal Jaimes, acorralado por las evidencias, se entregó. Fue sentenciado y, por estos días, pasa su sexto año de prisión en el penal de Lurigancho. Debe estar encerrado 8 años.

Elizabeth Alanya sufrió quemaduras de tercer grado en casi la mitad del cuerpo. Le hicieron injertos de piel de cerdo y, durante dos años, tuvo que ir tres veces a la semana al hospital para seguir un tratamiento con cremas importadas. Todo ese tiempo llevó las vendas en el cuello y el brazo. Las que le cubrían el rostro se las retiraron a los seis meses de la agresión y ahí recién pudo verse otra vez en un espejo. Pasó por una terapia psicológica con la que intentó aceptar lo que le había ocurrido, pero aquello sería un mero trámite. Su principal motivación estaba en el sustento de sus hijos. En que la vean bien y de vuelta a las actividades que cumplió siempre con el mismo entusiasmo.

Así, en medio de visitas médicas y curaciones, empezó a trabajar de nuevo dentro de casa para pagar el colegio de su hija menor y la carrera de Maquinaria Pesada que su primogénito había empezado. En el respaldo de sus hermanos encontró la mejor receta para sus dolores y con ello ahogó también las carencias económicas. Las manchas que quedaron en su cara desaparecieron lentamente. El cabello, que le fue rapado y la asustaba, creció a su gusto y pudo volver más confiada al puesto de confecciones que alquila en el mercado de su barrio. Todos los días llega allí a las 8 a.m. y se va a las 9 p.m.

Hoy en día, Elizabeth no puede seguir su agitada rutina laboral sin aplicarse un bloqueador solar medicado por el que paga US$30 cada mes. Aun en el invierno más crudo, ella debería echarse la crema y seguir esa prescripción por el resto de sus días. También toma pastillas para la comezón que todavía le producen los injertos. Eso ya es parte de su vida. Y su vida misma son los dos hijos que ha logrado sacar adelante sin tregua, aun cuando afirma haberse sentido doblegada con los ardores y esos traumas de posguerra que le dejó su extinta relación sentimental. El mayor ya es un profesional y la pequeña iniciará, dentro de poco, el final de su etapa escolar.

Ha logrado también comprar el terreno donde está la precaria vivienda que habita y que alberga algunas tinieblas de esa perversa noche de fines de julio del 2010. Dice que pronto la construcción de quincha será derruida y sobre ese mismo suelo levantará un inmueble de concreto muy bonito. No odia a Julio César, no sabe si lo ha perdonado, y tampoco imagina el día en que volverá a verlo. A veces este la llama desde el penal y, al no recibir respuesta, le escribe para prometerle que le pagará lo invertido en su tratamiento médico. Ella solo tiene en mente el día en que su nueva casa esté lista. Así, presagia, esparcirá por siempre la última sombra de su pasado.

Texto: Enrique Vera / Fotos: Juan Ponce
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