Cien días después, hemos visto morir familiares, amigos y conocidos. Hemos conocido el espanto de rogar por una cama o llorar por un poco de oxígeno. Hemos experimentado la desesperación al imaginar que esa tosecita persistente, ese estornudo inoportuno, ese dolorcito en la garganta, podrían ser señal de lo peor.
Cien días después, hemos incorporado ciertas palabras y expresiones a nuestra habla cotidiana (coronavirus, pandemia, Covid, mascarilla, guantes, pruebas rápidas, serológicas, moleculares, curvas, ivermectina, hidroxicloroquina, dexametasona, bono, suspensión perfecta, zoom, teletrabajo). Las repetimos tanto que nos atrevemos a discutir con epidemiólogos, contradecir a los salubristas, reírnos de la ciencia.
Cien días después, seguimos sin aprender a usar la mascarilla, a no abrazar a quienes queremos, a no mantener la distancia en las colas.
Cien días después, hemos visto a las clínicas salvar vidas a cambio de empobrecer a familias enteras.
Cien días después nos sabemos de memoria el discurso del presidente (“Cuando empezó la pandemia, teníamos 100 camas…”), no sabemos si reír cuando el MINSA anuncia que hay camas UCI disponibles, cuando el primer ministro contradice al ministro de Defensa, cuando el Congreso ni se toma la molestia de esconder sus conflictos de intereses.
Cien días después, extrañamos la vida que alguna vez tuvimos con todas sus imperfecciones.
Cien días después, ya no nos preguntamos qué pasará cuando termine esto, sino si esto alguna vez terminará.