Las puertas del coloso de José Díaz se abrieron al promediar las 11:00 de la mañana para darle el último adiós a Daniel Peredo. Los hinchas que llegaron le dedicaron esta enternecedora arenga. (Foto: USI / captura de video)
Las puertas del coloso de José Díaz se abrieron al promediar las 11:00 de la mañana para darle el último adiós a Daniel Peredo. Los hinchas que llegaron le dedicaron esta enternecedora arenga. (Foto: USI / captura de video)
Pedro Ortiz Bisso

En la soledad de su cuarto, sin que nadie se lo dijera, un niño dibuja a y a Ramón Quiroga, y escribe: “¡La tocó! ¡La tocó!”, rememorando el milagroso empate ante Colombia. En una calle del Callao, en un mural que homenajea a los seleccionados que clasificaron a Rusia, un artista añade el rostro del periodista debajo del de Ricardo Gareca. Todos llevan la camiseta bicolor.

En el Nacional, mientras la carroza que lleva sus restos da la vuelta a la cancha, esa que fue su casa, miles de personas aplauden. Muchos lloran. Secan sus ojos en sus camisetas blanquirrojas, cremas, blanquiazules, celestes. Hay niños, jóvenes y gente mayor. La mayoría nunca cruzó una palabra con él, pero lo sienten suyo. Lo aplauden mientras vivan su nombre, repiten que está presente, que no se va, no se va, y le agradecen por habernos llevado al Mundial.

Existe un manual no escrito para hacerse popular que empezó a construirse en los 90, cuando la institucionalidad terminó por irse al diablo y los medios empezaron a llenarse de justicieros de pacotilla. Este señala como requisitos alzar la voz (grite, si es posible), usar el adjetivo más grueso para atacar al enemigo de turno y, si puede, sazonarlo con una grosería.

En ese contexto, con el periodismo deportivo herido de superficialidad, Daniel eligió el camino más difícil: remitirse a los hechos, obrar con prudencia. Entregarle al público información veraz, esa que almacenaba en ese disco duro de infinitos teras que tenía en su cabeza.

“Ni él mismo tenía idea de lo que representaba, nunca lo dimensionó”, recuerda Raúl Sifuentes, uno de sus amigos más cercanos. En lugar de hacer blanco fácil en el caído, como suele ocurrir, optaba por analizar el hecho y entenderlo. “¿Sabes lo que han escrito los jugadores para despedirlo?: ‘Gracias por creer en el futbolista peruano’”, añade Raúl.

Para el escritor Jerónimo Pimentel, otro de sus amigos, las razones de esta manifestación general de pesar se deben a que la gente “vio en él un peruano normal, que podía ser exitoso, sin disfuerzos, malacrianzas ni cinismo”.

El inglés Nick Hornby, en ese conmovedor y poderoso homenaje al hincha llamado “Fiebre en las gradas”, escribió: “Pido tolerancia para quienes describimos un logro puramente deportivo como el mejor momento de nuestras vidas. No es que nos falte imaginación ni tampoco llevamos una vida triste y yerma, lo único que sucede es que la vida real es más tenue, más apagada, y contiene un potencial menor para entrar en un delirio inesperado”.

Daniel nos contó las historias sobre el césped como si fueran nuestras, con simpleza, sin obviar alegrías ni pesares, desde los ‘huevos de Vargas’ hasta la madrecita de Jefferson Agustín. Lloramos y reímos con él. Y hoy lo extrañamos tanto porque, créanme, otro Daniel no va a haber. 

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