De denunciantes a victimarios, por Pedro Ortiz Bisso
De denunciantes a victimarios, por Pedro Ortiz Bisso
Redacción EC

Indignación, impotencia, dolor. Podríamos seguir enumerando palabras y no encontraríamos la que describa en su exacta dimensión lo que provoca el drama del , al parecer con un cable de cobre, en San Juan de Lurigancho.

El salvajismo de este sujeto confirma que la podredumbre a la que puede llegar el ser humano nunca dejará de sorprendernos. Y que más allá de cualquier frase cliché de consuelo (“más bajo no se puede caer”), siempre se puede ser peor.

No ha sido este el único caso difundido por las redes sociales y los medios tradicionales. Hace apenas dos semanas, un video mostró a una mujer cuando abofeteaba a su hija de 1 año y medio mientras la bañaba, en Ica . Y el mes pasado, gracias a otro video grabado por una transeúnte, la policía detuvo a un sujeto por golpear a su hijastro de 5 años en la calle. El agresor se encuentra encarcelado, luego de que el Poder Judicial ordenara su prisión preventiva por nueve meses.

El daño sobre un niño agredido es inmenso. Las heridas físicas pueden curarse, pero las secuelas de los golpes emocionales pueden ser eternas. Educar a golpes es algo socialmente aceptado en nuestro país. Ocurre en  hogares de distinta condición social y en colegios, donde los profesores afectos a los coscorrones o las jaladas de patillas no son pocos. 

La prédica de que los niños deben ser corregidos con el diálogo y el convencimiento no tiene muchos adeptos. La última encuesta de El Comercio-Ipsos lo confirma: el 73% de limeños reconoce que alguna vez sus padres o una persona mayor le pegó cuando era niño (¿a cuántos más les habrán pegado y no querrán reconocerlo?). El 46% dice  que lo hizo una autoridad o un profesor de su colegio. Y si bien para el 85% un niño no puede recibir golpes por ningún caso, el 41% considera aceptable un palmazo en el trasero, 10% un correazo y 8% un jalón de orejas o patillas.

El propio Código de los Niños y Adolescentes en su artículo 74  indica que los padres que ejercen la patria potestad pueden “corregir moderadamente” a los niños.  Ayer, en este Diario, Mayda Ramos, adjunta de la Defensoría para la Niñez y Adolescencia, decía que este punto debía ser derogado porque el adverbio “moderadamente” es tan elástico que puede generar diversas interpretaciones.

Pero hay otro aspecto que quizá porque es tan común ya no llama a sorpresa: ¿Cuántas veces ha visto la imagen del niño con su cuerpo tasajeado por los azotes repetida en los noticieros? Sí, le cubrieron el rostro, le pixelearon los ojos, ¿pero por qué repetirla una y otra vez? ¿Acaso no es también una forma de violentarlo?

La eficacia de la prensa para la denuncia se pervierte cuando se deja atenazar por el morbo. La innecesaria reiteración de estas imágenes solo consiguen alargar  –y acentuar– el dolor de la víctima y de su entorno.  ¿Así los estamos defendiendo? 
Casos como este deberían llevar a un sector de la prensa del país a hacer una revisión de cómo está realizando su trabajo. En ocasiones, la línea entre denunciante y victimario puede volverse muy difusa.

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