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Día del Padre: cuatro papás devastados por la delincuencia - 3
Oscar Paz Campuzano

Dice Santos Tello que el amor de un padre va creciendo a medida que los hijos van haciéndose grandes. Sentado en un sillón de su pequeño y ordenado departamento en La Molina, explica que ese sentimiento crece tanto que en el algún momento se hace infinito.

Desde que murió su hijo Daniel, este contador de 50 años va a su habitación antes de cada amanecer para reencontrarlo en el olor del pijama que seguiría usando si un desquiciado con capucha solo se hubiese llevado la camioneta y el resto de cosas.

Fue hace un mes, frente a la casa de sus abuelos, en San Juan de Lurigancho, justo la misma noche que terminaba de celebrar en familia sus 17 años. Tres delincuentes asaltaron a los Tello Samamé. Uno apretó el gatillo dos veces: lo que condenó a Daniel fue tener solo S/30. Santos, que lo acompañaba a la escuela y lo recogía de las fiestas, nada pudo hacer para protegerlo. Le duele que haya sido  delante de él. La culpa lo carcome. No lo deja respirar tranquilo.

A Fabrizio Román Rochabrún (18) le llegó la muerte apenas cinco días antes que a Daniel Tello. Las noticias informaron al día siguiente que este estudiante de Diseño de Videojuegos acompañaba a su amiga de clases hasta su casa en San Borja. Lo que siguió es una imagen repetida: de un auto descienden dos delincuentes, apuntan con sus armas, arrebatan lo que pueden y disparan. La bala entró por la frente de Fabrizio y, en su cerebro, causó una herida que se abrió como un torbellino.

En seis meses, Félix Román dice haber quedado huérfano y deshijado. Huérfano porque perdió a su adorado padre. Deshijado por la partida de Fabrizio: para la gramática, nada más un adjetivo en desuso, pero para los peruanos que ven morir a sus hijos de la peor forma es una palabra fatídicamente vigente.

“Todos los días hablo con mi Fabrizio, pero extraño su presencia física. Era más serio con él y siempre había respeto. Bueno, me contradecía. Hasta los 20 están muy pegados a la madre, después se vuelven socios del papá [risas]”, dice Félix, un técnico en mecánica eléctrica que en toda la conversación, en su casa de Lince, no se ha quebrado. Lo que lo sostiene es la respuesta a esta pregunta: ¿si  el amor es eterno, dónde está el amor de mi padre y el de mi hijo? “Aquí, adentro, no puede estar en otro lado”, dice Félix mientras se toca el pecho.

Fabrizio tenía las cosas claras: acabar el instituto y viajar a Estados Unidos para comenzar a diseñar su sueño: un videojuego que inspire paz. Estaba cansado de tanta violencia. De esa violencia que lo mató.  

“Sus sueños ahora son mis sueños”, dice Félix. Lleva puesta la casaca de su hijo y teclea la computadora que le había comprado.

El niño Matías murió seis meses antes que Fabrizio. Y entre ellos, hay muchos muertos que no aparecieron en las noticias. La historia es harto conocida: un padre, en Villa El Salvador, es detenido por la policía porque buscaba, armado con un revólver Taurus de cañón corto, a los violadores y asesinos de su hijo de 9 años.

Me recibe con una sonrisa, pero cuando pregunto qué le diría a su pequeño, el estibador de frutas de 43 años comprime su metro setenta y llora como un niño: “Que lo extraño. Que no me cansaré de buscar a esos enfermos”.

A Eliobaldo Berrú no se le olvida la vez que el pequeño Matías entró al campo para patear al rival que había golpeado a su padre en un partido de fútbol. Eliobaldo no olvida. Eliobaldo no perdona.

En los primeros 17 días de mayo, 14 estudiantes fueron baleados en Lima: casi uno por día. De ellos, seis murieron, los demás están heridos.

A Mishell Solís (21) le dispararon un día después de la muerte de Daniel Tello. Este estudiante de Economía salía de sus clases en San Marcos cuando los asaltantes aparecieron. Su padre, Miguel, recuerda bien lo que su hijo le pidió, desde una camilla, ensangrentado: “Mátalos, papá, mátalos”. Y a Miguel se le enrojecieron los ojos de impotencia.

A diferencia del niño Matías, de Daniel y de Fabrizio, Mishell es el sobreviviente de un fenómeno criminal que no discrimina, que aparece en cualquier esquina y a cualquier hora, y que es responsable directo de que Santos, Félix y Eliobaldo pasen el Día del Padre llorando frente a una tumba.

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