En el acta de fundación de Lima, dentro de un lenguaje abigarrado para nuestra época, hay una frase por demás premonitoria, un feliz deseo para la ciudad que está por nacer. Una especie de decreto mágico que, sin embargo, aún no se ha realizado del todo: “…que será tan grande y tan próspera cuanto conviene”. Una profecía por cumplirse. Una prosperidad quimérica. Puedo imaginarme a los futuros vecinos reunidos en el centro de nuestra plaza mayor, rodeando la picota, el símbolo del poder español, asistiendo al ritual que luego se redactaría en un acta y al mismísimo Pizarro, el analfabeto, pronunciar la sentencia de la Ciudad de Los Reyes.
Pensaremos que sí, que alguna vez, Lima fue próspera, que en el siglo XVII Lima, como capital de un extenso virreinato, gozaba de una enorme riqueza que se ponía de manifiesto cada vez que un rey moría o se coronaba otro. Pensemos en la leyenda de que las calles de la plaza al Callao se adoquinaban de plata y oro para recibir al nuevo virrey. Pensemos que el aumento vertiginoso de la población en ese siglo fue síntoma de prosperidad. Que el aumento de monasterios y conventos en ese mismo siglo fue una reacción a la vida licenciosa y corrupta que el comercio del oro y la plata traía por estos lares. Y, sin embargo, también pensemos que, irónicamente, al interior de los conventos se vivía lujosamente gracias a las dotes de las novicias y a los regalos de los fieles. Una prosperidad que se materializaba en la fundición de los metales, de los cuales, no obstante, solo una parte se quedaba aquí.
Esta prosperidad que no duraría mucho. Ya para el siglo XVIII, Lima era una ciudad azotada por los terremotos, dilapidada por la corrupción y avejentada al final de aquel siglo, tanto que el virrey Amat tuvo que hacer una revisión de sus espacios públicos para hermosearla. La misma prosperidad falaz que, luego de arruinarse la ciudad por las guerras de independencia y la anarquía caudillista, recayó en el nuevo oro, el excremento áureo de las aves que acabaría con la guerra del 79.
La de la fundación de Lima es una promesa que se toca, sí, pero que no se mantiene. Pareciera que más que un deseo es una maldición. ¿Será el 18 de enero no el momento en que se fundó Lima sino en el que se fundió? Como los migrantes que cargados de sueños llegaron a la capital para ver fundidos sus anhelos en arena y palos. Como las viejas huacas, fundidas sus paredes para hacer adobes y encontrar tesoros. Como las casonas, fundidos sus muros de carrizo y cuero por el moho, la humedad y el incendio.
Es esta una mirada desencantada de Lima a sus 480 años de fundación, sí, pero también es un deseo, un anhelo, de que esa prosperidad que profería Pizarro nos llegue alguna vez, entendiéndola no solo como económica sino también como riqueza de espíritu, de amor por la ciudad que se manifieste en el cuidado y valoración de su pasado y en el actuar y pensar que esta ciudad tiene también un destino manifiesto de orden y modernidad hacia el futuro. Que seas próspera cuanto conviene, Lima.