La advertencia la lanzó hace unos días un amigo vía Facebook: el malecón de Miraflores es un parque zonal. Tenía razón. El último domingo pude comprobarlo.
Decenas, mejor dicho, centenares de personas lo recorrían, a pie o en bicicleta, achicharrándose bajo un sol nunca tan inclemente. No faltaron los valientes que trotaban o patinaban, ni los que desparramaban sus humanidades bajo los árboles en plan de siesta.
Entre la escultura de Tola y el bronce del poeta Cisneros había niños jugando, familias haciendo picnic, parejas de enamorados tomados de las manos (de las jóvenes y las pensión 65), novias ilusionadas en apuradas sesiones fotográficas, turistas atiborrando el Parque del Amor y aventados aguardando turno para subirse a un parapente.
El malecón de Miraflores (que en realidad son dos: Cisneros y La Reserva) no es un sitio silencioso. Para espanto de algunas señoronas y señorones emperifollados, que creen que los parques son escenarios de vida contemplativa y el acto de pisar el césped debe ser criminalizado, el malecón miraflorino es un lugar vivo. ¡Horror!
Lima es una ciudad donde las áreas verdes son también una expresión de desigualdad. Mientras San Isidro tiene, en promedio, 18 m2 por habitante, muy por encima del estándar mínimo establecido por la Organización Mundial de la Salud (9 m2 por habitante), existen distritos como Villa María del Triunfo donde no pasan del 1,2 m2. Vivimos en medio de un desierto en donde el agua escasea. Pero tampoco ponemos demasiado punche para hacer algo que remedie esta situación.
Y los pocos parques que existen, en muchos casos son objeto de un celo que linda con lo enfermizo, impulsado no por las autoridades municipales, sino por los propios vecinos.
¿Razones? En algunos casos porque son fruto del esfuerzo de la gente, que ha puesto su dinero y su trabajo para hallar un lugar adecuado, ponerlo en buen estado y embellecerlo.
En otros, es el deseo de no ver interrumpida su tranquilidad por ‘extraños’, que son vistos como potenciales ‘amenazas’. Aquí los límites se difuminan y aparece el sesgo discriminador (“¡Están convirtiendo El Olivar en un parque zonal!” “¡Ag!”).
Por eso, aunque una mayoría relativa (47%) considera que los parques deben ser aprovechados por todos, la última encuesta de El Comercio-Ipsos indica que para el 17% de limeños su acceso debe limitarse a quienes viven en sus alrededores.
Los parques son –y deben ser– lugares dinámicos, vivos. ¿Son necesarias reglas mínimas de cuidado y convivencia para impedir su deterioro? ¡Quién puede negarse a ello! Autoridades y vecinos estamos obligados a hacer todo lo posible para mantener en buen estado las pocas áreas verdes que existen en la ciudad.
Pero nada de ello puede justificar las limitaciones absurdas que algunos quieren imponer, como si los parques fueran espacios pasivos, donde hasta la risa de un niño debería estar prohibida.