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Los otros refugiados: víctimas del chavismo se afincan en Perú - 1

La reina de las arepas ha conquistado Miraflores. Se llama Angie. El día que no encontró comida en ningún mercado de Caracas sacó todos sus ahorros y compró un boleto aéreo hacia Lima sin retorno. Se embarcó con su esposo Eleazar, sus nueve maletas, su perro y con ese acento melódico de los venezolanos que hasta hoy, dos años después, nadie le quita. Nos pone al frente unas arepas rellenas de pollo, palta, queso y carne, y una bebida a base de limón, miel de chancaca y hielo. Angie nos habla durante tres horas, sentada en la mesa dos de su pequeño negocio de comida que de lunes a viernes revienta de clientes.

—“Volver a nacer”—
A fines de los años 80, cuando el Perú sufría por la hiperinflación y el terrorismo, Caracas abrió sus puertas a miles de connacionales. Hoy la situación es a la inversa. No hay cifras exactas de venezolanos en el Perú, pero cerca de 25.000 usuarios están afiliados a ocho cuentas de Facebook creadas para integrar y ayudar a esta comunidad.

Empresas de taxi, restaurantes, hoteles y clínicas reciben a quienes escapan de la crisis de su país. El ex diputado venezolano Óscar Pérez, asilado en el Perú desde el 2010, dijo a un medio local que unos 15 mil compatriotas suyos vivirían en el Perú. Migraciones no da una cifra exacta.

Angie y Eleazar en su restaurante Delizia Café, ubicado en la calle Berlín de Miraflores. (Nancy Chapell / El Comercio)

Angie y Eleazar en su restaurante Delizia Café, ubicado en la calle Berlín de Miraflores. (Nancy Chapell / El Comercio)

El salario mínimo en Venezuela es el segundo peor en América Latina, solo superado por el de Cuba: US$25 al mes, lo que un limeño puede gastar en un restaurante. Pero un tema aparte es la inflación. De haberse quedado en su país, Angie tendría que pagar US$136 por una toalla o US$700 por un par de jeans. Los puestos de mercado y las farmacias en Venezuela se han quedado vacíos.

“Me cuesta creer que aquí podemos ir a un supermercado o una farmacia y encontrar todo, comida, medicamentos, sin tener que pelear”, dice Angie. Se apellida Quintana y ahora posa para las fotos de El Comercio con Eleazar. Ella atiende con la gorra tricolor de su bandera. Él prepara el café detrás del mostrador con una camiseta de la selección de fútbol. Ambos consiguieron empleo al poco tiempo de llegar a Lima. Trabajaron sin parar. Con ahorros y algo de experiencia en repostería, pusieron su local en la cuadra cinco de Berlín.

—Inseguridad—
“En Venezuela los ladrones son asesinos”. A Michelle Guanilo se le corta la voz. Su amiga fue asaltada mientras conducía en Caracas. Su hija iba en el asiento de atrás. “Recuperarás lo que te robe, pero te quitaré algo que nadie te va a devolver”, dijo el asaltante antes de disparar. La niña tenía 3 años.

Esa tragedia determinó la decisión de Michelle de escapar. “No podía seguir ahí. Maduro ha hecho que haya un resentimiento muy grande entre ricos y pobres. El hambre ha hecho que la inseguridad se expanda en todo el país”, dice. Se mudó a Lima, donde se convirtió en activista por los derechos de sus compatriotas: administra uno de los grupos de Facebook –Unión Venezolana en Perú– y es fundadora de una ONG del mismo nombre (unionvzla16@gmail.com).

Un venezolano viene al Perú con US$700, abonados en una tarjeta que el gobierno de Maduro les deja depositar como máximo. Esa tarjeta no permite retirar el dinero en cualquier cajero, lo que los obliga a ir tienda por tienda en Lima buscando a alguien que quiera darles el efectivo, pasando la tarjeta en un POS por ese monto. Generalmente, terminan en puestos de Polvos Rosados o El Hueco, donde acceden a ese intercambio. Muchos son estafados.

Los US$700 les permiten alimentarse y alquilar un cuarto por unos dos meses. En esos 60 días deben buscar algún trabajo que les ofrezca un contrato para obtener un carnet de extranjería. Una vez instalados, buscan en Internet a otros venezolanos. Y así llegan, por ejemplo, a contactar a Michelle, una heroína para muchos de sus compatriotas, que siempre los recibirá con un optimista: “¡Chévere!”.

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